martes, 27 de diciembre de 2011

Kirov y la leona

Soy tonto. Me dejé llevar por la idea de que había conseguido un editor y un artículo periodístico fuerte. Al mediodía, a punto de entrar en la librería, porque ese domingo me tocaba trabajar, ya tenía en claro que Etna no me ayudaría en esta jugada. Tenía sus razones. El domingo en una librería de Florida es, por demás, aburrido. Añoraba el sábado a la mañana. Había formicado con mi zorra pelirroja esposa y había soñado con una leona rubia de amante (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/12/el-sabor-de-una-mujer.html ).
Ya había quedado con Sandra en que me encontraría esa mismo día por la noche. No me iba a echar a atrás en esa cita. Tenía una llama de esperanza. Pequeña pero intensa y alimentada con leña. 
Terminada la jornada laboral, llamé a Etna y le dije que iría más tarde a cenar. Me encontraría con un compañero de trabajo, mentí. Ella no preguntó. Pasadas las veintidós horas esperaba en la amplia esquina de Las Heras y Pueyrredón. El tiempo había cambiado. Una llovizna caía bajo una noche encapotada. Sandra llegó impregnada del resplandor amarillento de las luces de la avenida.  Por entre el gabán largo y abierto, con cada paso asomaban unos jeans ajustados en los muslos y un poco más amplios y desflecados en la pantorrilla, sobre las botas tejanas de puntera aguda. Nos saludamos con un beso leve. Me observó con sus inmensos ojos celestes lavados a lo Madonna. Me acarició el rostro, el bigote y la barba candado.
-Sos tan lindo, Marcos –dijo casi para sí misma-.
Mi cabello comenzaba a estar húmedo. Con sus manos blancas ella lo peinaba suavemente hacia atrás. Lejos habían quedado Etna y los chicos. Estaba solo. Otra vez estaba entre las garras de la leona. Deseaba su zarpazo.
-Sos tan lindo con ese aire intelectual a Kirov –continuó ella-. Tan intelectual. Kirov era el más lindo de todos ellos.
Sus ojos celestes no podían ser discretos. Bajó la vista. Mi pantalón de vestir parecía diseñado para ella: permitía que advirtiera con facilidad si yo estaba alzado. Tomé con mis dedos su barbilla y acomodé su rostro con su mirada frente a mi.
-Sergei Kirov no usaba barba candado como yo –dije-. Kirov terminó mal. Todos terminaron mal. Pero eso que importa.
-Sos talentoso.
Con mi cabeza entre sus manos ella revolvía mi cabello hacia atrás.
La lluvia crecía. Su cabello largo y rubio caía desparejo hacia adelante. 
Propuse sentarnos en un bar. Caminamos en silencio. Subimos al primer piso de un local sobre avenida Pueyrredón. Estaba vacío. Elegimos una mesa. Yo me quité el saco. Ella el gabán largo. Mientras estuvo de pie, me detuve en sus muslos y en la costura del jean en su entrepierna. Sonrió ampliamente. Nos sentamos. Vino el mozo. Nos trajo los cafés.
-¡No sabés! -exclamó festiva-. Te tengo que contar. Ayer estuve con Matías, mi novio. Creo que ya te hablé de él (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ).
Miré por el vidrio hacia afuera. Algunos autos doblaban por Pueyrredón hacia una calle mas pequeña bajo una lluvia.
-Ayer, Matías me invitó a su casa a almorzar. Fui a su casa al mediodía...
-Ayer no trabajaste en el negocio –la interrumpí-.
Negó con la cabeza. Estaba ansiosa por contar.
-Soy muy feliz -insistió-. Quiero compartirlo con vos. Porque te quiero, Marcos.
"Cuando llegué a lo de Mati -dijo sin respiro-, la luz del mediodía entraba por las cortinas del ventanal que da al patio. En el ambiente central tiene la mesa del comedor. Es rectangular. De madera. Muy agradable para estar.
"Me saqué el abrigó, lo dejé sobre un silla. Me besó. Suavecito, como es él. Yo estaba vestida con un pantalón negro, con sandalias y una remera rosa sin mangas. Fui un poco fresca. Es que, al principio, no entendía por qué Mati me había pedido que fuera bien, pero bien, limpia, sin perfumar y medio fresca. ¡Con el frío que está haciendo! Después me quedó claro."
Una sonrisa amplia en los gruesos labios la detuvo y hasta sus mejillas se colorearon.
"Entre los arrumacos y las caricias me susurró al oído una idea. Yo re complacida. Me saqué los pantalones. Me indicó que podía dejarme las sandalias. Así, en slip... digamos, bombacha cavada blancay remera rosa, me ayudó a subir a la mesa y recostarme boca abajo".
Sus inmensos ojos celeste lavado a lo Madonna brillaban.
"Sentía la madera bajo mis piernas y en el comienzo de mi vientre. Era evidente que él ya tenía algo preparado. Porque trajo dos fuentes de vidrio que puso sobre la mesa, junto a mi, a la altura de mis hombros. Una era fría, lechuga y tomate. La otra tibia, acelgas, zanahorias cortadas, papa, todo hervidito. También trajo una botella de aceite, un frasco de mayonesa con una cuchara y una fuente más pequeña con trocitos de pechuga de pollo. La verdad, me estaba excitando. Mucho".
Intenté interrumpirla. Pero ella no hizo caso.
-Te sigo contando.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El sabor de una mujer

Etna estaba acostada de espaldas a mi. La luz que se filtraba por las hendijas de la persiana baja hacia brillar rojizo su cabello oscuro. La vida se asienta mejor un sábado después de diez horas de sueño. Cuando despegué los ojos. La besé en la mejilla. Ella se despertó. Me levanté, me puse un jean, una remera de manga larga y alpargatas, y bajé a comprar una docena de medialunas para el desayuno. Las calles del centro estaban vacías. Era una mañana fresca y soleada. En la panadería, me atendió una morocha pequeña, de ojos algo rasgados. Cuando fue a envolver las medialunas, le indiqué que hiciera dos paquetes de seis cada uno. Volví al departamento. Sigiloso dejé un paquete sobre la mesa del comedor. Con el otro, fui hasta la habitación. Los chicos aun dormían en su cuarto.
La frazada estaba abierta. No había nadie en la cama doble. No había nadie en el baño. Abandoné el paquete a un costado y me dejé caer sobre el sommier. Me quité nuevamente la ropa, me tapé con las cobijas, sentado con la almohada como respaldo. Etna entró a la habitación. Llevaba una bandeja con dos tazas de café con leche. Vestía una enagua en tono crema. Tenía el rostro rozagante de sonrisa. Sus muslos fuertes y algo anchos hacia la cadera eran una fiesta corporal. Abrí el paquete de medialunas. Nos sentamos en la cama. Nos tapamos hasta la cintura. Desayunamos. Con el medio sol que entraba por las hendijas de la persiana baja. Como en la época en la que convivíamos sin los chicos.
Bien alimentados y descansados, bajamos la bandeja, las tazas y demás de la cama. Nos besamos en los labios. Saqué su enagua como una seda. Se quitó la tanga. Quedamos desnudos a una vez. Apenas saboree sus pezones, fui directo, abajo de la frazada, a lo que había quedado pendiente (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/el-pollo-al-horno-espera.html ). Acurrucado entre sus muslos, metí la punta de mi lengua entre los labios bajos de Etna. Lamí. Me preocupé de que mi bigote y mi barba candado pincharan suavemente su vulva. Qué sucia estaba esta mujer. Pero que hermosos sabores contenía. Reviví el salado del pollo horno de la noche anterior con la frescura húmeda de la ensalada. Sentí los gemidos. Me aparte. Me calcé el profiláctico en el pene. La penetré.
Primero acabó ella. Un poco después, yo. Luego ella me abrazó y me besó en las mejillas. Etna se duchó. Luego yo hice los mismo. Ceci y Andresito se despertaron. Todos alrededor de la mesa del comedor. Los chicos desayunaron (nosotros ya lo habíamos hecho) su chocolatada caliente con el paquete de medialunas que quedaba.
Yo estaba contento y satisfecho. Un pensamiento gracioso me invadió la mente. ¿Cómo era posible que estas criaturas, de este tamaño, salieran de la concha de su madre? Sin dudas las vagina de Etna era elástica. Por su parte, la biología, la física y hasta la historia explican el fenómeno. Observaba a los chicos comer y beber. Ellos me hacían ojitos por sobre los tazones. Tengo un lugar común con mis hijos: la concha de Etna. Un lugar que disfrutamos los tres. Con experiencias distintas, claro.
Por la tarde fui a la librería a trabajar. Fresco de animo como estaba, en el subte, recordé a Sandra. No sabía si la volvería a ver o no. Pero qué importaba. Es cierto que ella me había dicho que estaba enamorada de otra persona (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Pero ahora ese recuerdo era una lágrima de miel. Suponía que nos cruzaríamos. Yo sería feliz con Etna. Sandra se casaría. Pero seriamos amantes. Viviríamos llenos de vida. De un doble juego de afectos.
En la librería apareció un cliente extraño. Un muchacho de cabellos revueltos, dijo que también era librero y, no se a cuento de qué, me contó un suceso por demás increíble (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/el-delicado-vello-de-victoria-vanucci.html ). Le dije que, además de vender libros, era periodista y pregunté si podía escribir sobre el asunto. Fue claro: No. Pero me recomendó hablar con alguien. Un escocés, bastante argentino: Jerry Mc Mulligham. No sabía quien era. Pero lo llamé esa misma tarde. Mc Mulligham no podía hacer mucho. Pero me recomendó hablar con un editor. “Quizás te acepte artículos de economía”, dejó caer por la línea telefónica. El resto del día, en el local, me devané el cerebro buscando una idea interesante para escribir y presentar a mis nuevos contactos. La encontré mientras caminaba por la calle peatonal Florida hacia la boca del subte. Etna podría ayudarme, pensé. Esta feliz. Justo cuando sonó el celular. Era un mensaje de Sandra Pasadella. Proponía vernos el domingo por la noche.
Un editor. Una historia que contar. Una esposa de cabello oscuro brillante como el vino. Una amante. Qué más. Faltaba una cosa más: abandonar para siempre esa cucha de perro, el trabajo de años de librería. Respondía afirmativamente al mensaje de Sandra.   
El domingo fue distinto al sábado. Mientras Etna preparaba el desayuno y yo lavaba los platos, ambos en la cocina hasta que se despertaran los chicos, comencé:
 -Esa historia que me contaste anteayer, en la cena, antes de que yo saliera con el cuento de la chica y la madre que querían comprar El capital, ¿te acordás? (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/12/hambre-en-el-banquete.html )
Cerré la canilla y gire hacia ella. Vestía una remera blanca larga hasta los muslos, zoquetes y las pantuflas blancas. Su cabello rojizo, levemente ondeado y de bucles en las puntas caía salvaje sobre su espalda.
-Algo –dijo ella-.
-El caso de la manipulación en los valores de las acciones por parte de Mitland S.A. para hundir a su competidor. Esa sería una historia de la que me gustaría ocuparme. Escribirla y publicarla. Tengo nuevos contactos.  
Giró bruscamente hacia mi. Su rostro estaba blanco. Se destacaban sus pecas y otras imperfecciones del rostro. Las cejas tensas.
-No lo creo conveniente –afirmó-.
Gruñí. Me sentí un tonto.
Etna me abrazó. Luego tomó mi rostro con sus manos. Me dejé besar en los labios.
-Nadie más que yo quiero que salgas de esa librería. Y se lo aguerrido que sos con tus notas y tus trabajos. Pero no –hizo un silencio-. Te arriesgas a meterte en un lío muy grande del que puede ser muy difícil salir.
Bajó la vista.
-Me duele –agregó-. Pero no te puedo ayudar en esto.
Sus ojos rutilaban.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Hambre en el banquete

Hoy por la tarde, pasaron por la librería en la que trabajo como vendedor una chica, tendría unos veintipico de años, y su madre. La madre habló por las dos. Pidió, sencillamente, El capital, de Karl Marx, para su hija. Les expliqué que había varias ediciones. Les mencioné la edición de Siglo XXI, en volúmenes que se venden por separado y los tres gruesos tomos de Fondo de Cultura Económica. Hasta saqué los ocho libritos de editorial Akal. Les indiqué algunas otras cosas también y las características de cada una. Ella miraron varias veces. La chica tenía el cabello castaño lacio, rostro triangular. Bonita. Pero algo bucólica en su expresión de ojos pequeños medio dormidos. Se decidieron por una edición de en un solo libro de algo así como 270 páginas. La tapa decía El capital y Karl Marx. Pero, con suerte, podría considerarse un resumen. Más se parecía al índice que a la propia obra de Marx. Se lo llevaron. Las vi alejarse con su elección. Sentí algo cercano a la tristeza.
Acabé el cuento, en la mesa de la cena con Etna y los chicos comiendo pollo al horno con ensalada (si se quiere, ver llegada a casa, comienzo de la cena con elastico de la tanga incluido en http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/el-pollo-al-horno-espera.html ).
-Quizás –dijo Etna- la chica recién está empezando a estudiar....
-Se conformó –la interrumpí-.
-Ya tendrá tiempo –continuó, ocupada en cortar los pedacidos de comida en el plato de Ceci- de leer algo un más...
-Se conformó –la interrumpí-.
Hice un breve silencio con los codos sobre la mesa y las manos entrelazadas arriba del plato con restos de comida.
-A sus veinte años –proseguí- aceptó su destino de fracaso sin ofrecer resistencia y con la perfecta aprobación de su madre.
-Sos un exagerado. De todo haces un drama –insistió Etna con una mueca sombría que destacaba sus pecas y otras imperfecciones de su pequeño rostro-. 
Tomé la botella de vidrio y me serví vino en el vaso.
-Papá, vos le escribís un libro –gritó Ceci, sonrisa de labios finitos, mirada brillante, cabello lacio y fino-.
La conozco. Quiso decir: “Papá, vos tendrías que escribir un libro para esa chica que quería El capital”. Casi me largo a llorar. Dije:
-¿Vos lo leerías?
-Si, pa –a grito de nena de seis años-.
Se levantó, no sin cierta molestia de Etna y, con su pantaloncito amplios, sus guillerminas, fue a buscar uno de sus libritos a la biblioteca para demostrar que ya había aprendido a leer y que lo hacía con eficacia. Andresito, inmutable. Con la mirada fija en la comida.
-¿A vos que te pasa que estás tan callado? –le dije-.
-Nada, papá, nada.
“Nada, papá, nada”, repetí para mi mismo. Cuatro años. A los diez se va comer la teoría de la relatividad. Einstein y Hawking le quedarán chicos –pensé-.
-¿Leíste El capital? –interrogué a Etna-.
Etna levantó primero una ceja, después la vista del plato y me miró a los ojos. En un gesto de cierto cansancio se llevó la mano a lo alto de la frente y se echo hacia atrás el cabello largo, abundante, levemente ondeado, rojizo. Su rostro quedó despejado.
-Por supuesto –me susurró de frente-. Licenciada en economía, especializada en investigación financiera-. Disculpá la pedantería de los diplomas. Vos me obligás.
Sonrió de costado con labios finos como los de nuestra hija. Volvió a ocuparse de Ceci.
-¿Y vos, leíste el capital? –retomó hacia mi-.
-Los capítulos que se leen en la carrera de Comunicación.
Sonó a incompleto. Así que me largué a una descripción de El dieciocho brumario, La lucha de clases en Francia –libros que conocía bien- y La ideología alemana –ahí me volví a quedar corto-.
No volvimos a hablar del tema. La fruta. La cena terminó. A lavarse los dientes. Cada uno a su cama. Y papi y mami también a la cama. A la misma cama.
Una vez que la puerta del cuarto estuvo cerrada, me quité la ropa hasta quedar solamente con el boxer elastizado negro. Levanté las cobijas. Me eché a la cama. Al otro lado del sommier, de espaldas a mi, Etna se bajaba el pantalón jogging. Apareció su cola, marcada por el triángulo de la tanga que se perdía entre las sombras de las nalgas. Los bucles de las puntas de su cabello largo reposado en su espanda brillaba rojo como el vino tinto bajo la penumbra del velador.
Sandra Pasadella. Rubia leona de ojos celestes lavados a lo Madonna. La había visto hacia horas en el subte. Casi había acariciado su herida mas tierna bajo la costura del jean (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Algo en mi pasó por mi mente. Algo en mi comenzó a erectarse. 
Etna se echó a mi lado y me abrazó con la desnudez de sus redondeados y pequeños pechos tibios sobre mi costado. Sentí una vitalidad especial. Etna quedó dormida. Acaricié con cuidado el frente del mi boxer elastizado negro. Suave y breve.
Recordé que no me habían dado el pase para el área de prensa y marketing (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/07/volvio-una-noche.html ). Y que, en la empresa, aun vendía libros. Sentí el perfume de mi pecosa esposa. Como pude, cubrí su espalda en un abrazo. Apagué el velador. Me costó dormirme. Pero caí.

CONTINUARÁ en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/12/el-sabor-de-una-mujer.html

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cigarros para Yani

La primera ceniza me resultó tan amarga que me hizo rodar unas lágrimas. Sin embargo, así como estaba: con las piernas desnudas recostadas sobre la madera del parquet del living despejado del departamento, atado por los tobillos con una gruesa cinta de embalaje sobre mis borseguíes cortos y con plataforma,  pero con la espalda erguida apoyado sobre la mano enguantada contra el piso, la segunda ceniza dentro de mi boca abierta en redondo comenzó a excitarme.
Mi amada Belu era rápida y, quizás, descuidada. A Yani, en cambio, la miraba desde la altura de su ombligo descubierto, y ella, algo más delicada y tímida, presionaba mis mandíbulas con suavidad hasta abrir mi boca. Apoyaba su tibio cigarro marrón sobre mi labio inferior. Dejaba caer la ceniza sobre mi lengua. Luego lo alejaba. Belu y Yani charlaban relajadas de sus cosas en soledad. Fumaban. Felices. Sensuales. Era la madrugada del sábado interminable. Conmigo en el medio, como su privilegiado cenicero humano. Cada tanto, las chicas me permitían enjuagarme la boca con la jarra de agua fresca y escupir sobre el jarro, ambas cosas colocadas a mi costado.
-No sabés lo que fue el jueves –dijo Yani-. Tuvimos una intrusión en el sistema de Alikanon.
Hablaba con lentitud acompasada.
-Lo monitoreamos desde la ofi. En un momento mandamos dos técnicos para allá. Bue, una clave bastante jodida.
Un par de pitadas de tabaco. El humo de aroma dulzón llenó el ambiente del living del departamento de avenida Santa Fe. Cuando acabó la primera ronda de cigarros, Belu me acaricio el cabello corto en mi cabeza y dio un pequeño tirón. Obediente y ayudándome con las manos, me pude de pie. Atado por lo tobillos de los borseguíes negros con plataforma, no me quedaba otra que mantenerme en posición firme. La tanga cavada de látex negro que llevaba puesta denunciaba y estilizaba con claridad mi pene alzado. Mi ombligo descubierto sobre mi vientre delgado. Y abajo del ombligo, acordonada alrededor de mi cintura, colgaba la cigarrera dorada que tanto parecía entusiasmarlas (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/dorada.html ).  Arriba, remera pupera. 
Belén me observaba con un sonrisa de placer. Sus botitas cortas de puntera redondeada con plataforma y tachas plateadas alrededor rodeando el calzado. Sus calzas ajustadas. Su mirada jocosa bajo el flequillo oscuro. Toda ella me imponía un respeto sensual que no podía resistir.
-Caballero Jorge, por favor –me dijo Belu-, a lady Gonzaga, a la que servirás en el fin de esta noche, y a tu ama.
Confieso que no pude dejar de sorprenderme del anuncio que había dejado caer acerca del fin de la noche. Me posicioné de frente a Yani (tal era el apellido de ella, ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/delgada-e-inocente.html ), cuidadosamente, con mi mano enguantada, abrí la caja cuadrada dorada apoyada sobre el látex tenso que cubría mi excitación. Yani sacó un cigarro y se lo colocó entre los labios. Belu me pasó el encendedor de metal opaco. Encendí la llama frente a Yani. Su tabaco humeo por primera vez, su cabello peinado carré se inclinó hacia adelante, con una sonrisa cómplice hacia mi. Tenía los ojos algo colorados.
Luego me posicioné frente a Belu y me esmeré en hacer exactamente lo mismo. Ellas fumaban otra vez. Los dedos índice y pulgar de Belu volvieron a arrugar punzantes, abajo, en mi zona más sombría. Así agarrado, ella tiro hacia abajo del látex brilloso que cubría mis testículos. Sentí el escozor. Volví con las nalgas al piso.
Los cigarros promediaban.
-No podés negar que cumplí la promesa –le dijo Belu a Yani-.
La otra asintió.
-Estoy cansada y me voy a ir –agregó-. Me voy a despedir.
Me indicó que abriera la boca y sacara un poco la lengua. Y dijo:
-Segregá la mayor cantidad de saliva que puedas.
Advertí lo que haría y transpiré un poco. Algo nervioso quise ir hacia el piso para besar sus botitas. Ella lo negó. Nuevamente a mirarla a los ojos y con la punta de la lengua afuera.
Belu me miró con los ojos enternecidos. Me acarició la barbilla con su mano, en un gesto que percibí lleno de amor. Y estrelló la última colilla en el centro de mi lengua. Me quejé un poco. Ella sostuvo fuerte mi rostro para que yo no apartara. Miró a Yani para que hiciera lo propio con su última colilla.
Yani dudó. Me observó arrodillado, con mi boca abierta en una muecay bien agarrado por mi amada. Arrojó su cigarro al piso y lo piso con la suela de su bota alta.
Ese gesto debió indicarme algo que no lo pude razonar en ese momento.
Belu me dejó libre. Me enjuagué con mucha agua fresca de la jarra.

Belu y Yani se saludaban.
Me puse de pie. Belu y yo nos abrazamos. Nos besamos en los labios.
Ella se alejó para buscar su cartera. Quedé mirando a Yani. Aun vestía solo un una tanga de cavada de látex similar a la mía y un corpiño de triángulos del mismo material que cubría unos pechos lisos y unos, sabía, deliciosos pezones (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/09/sin-corselete.html ). Delgada. Detuve mis ojos en sus formados muslos.
-Es todo tuyo –dijo Belén-.
Antes de abrir la puerta y dejarnos solos.   

CONTINUARÁ en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2012/01/derecho-masculino.html

martes, 15 de noviembre de 2011

Delfines y dientes


Una vez que estuve cambiado salí al jardín, calzado solo con mi malla y con mis Ray-Ban en la cara. Xoana y Clara estaban ya embikinadas, en las reposeras del costado de la pileta. Me quité los anteojos de sol y me zambullí al agua celeste. Ellas lo hicieron también. Jugamos en el agua. La tarde se volvió fresca y vivaz. Distraerse de los fierros y el taller un fin de semana soleado. Con dos mujeres. Eso es vida. Nos acariciamos. Bueceamos. Nos reconocimos. Nadamos. Fuimos delfines. Por un instante, olvidé que eran yeguas que aun no había domado.
Xoana subió por la escalerita y salió del agua. Estaba un poco cansada, dijo. Vi su cola bien formada, cubierta por la bikini negra, subir por los cuatro peldaños de metal. Atrás la siguió Clara, con sus nalgas algo más anchas aunque bien plantadas cubierta de lunares rojos sobre lycra blanca. Yo hice lo propio. Arriba nos miramos los tres. Estábamos empapados. Me acerqué a Xoana. Ella tomó una toalla. Yo acaricie la curva de su cintura sedosa por el agua. Ella abandonó la toalla.
La abracé. Sentí todo su cuerpo tibio y mojado. Fui con mi boca hacia sus pechos. Descubrí uno de ellos del triangulo la bikini negra. Saboree la redondeada teta y con fruición el pezón afrutillado.
-Quiero que bajes –dijo ella-.
-Vos primero –respondí yo-.
Presioné hacia abajo con mi mano sobre su cabeza de cabellos bien oscuros muy mojados y tirados hacia atrás. Ella me detuvo con suavidad. Me tomó de la mano y me indicó el quincho. Aun había mucho sol en la tarde. Fuimos hasta allí por el pasto. Clara nos siguió.
Cuando estuvimos en la sombra junto a la mesa -en la que tensamente nos habíamos hablado y tocado hacía horas (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/los-dinosaurios-del-jardin.html ), casi lo había olvidado-, Xoana le indicó algo al oído a Clara.
Sin mediar palabra, Clara se arrodilló frente a mi. Me bajó la malla. Tomó mi pene alzado y mojado. Lo metió en su boca. Comenzó a sobarlo. Yo entrecerré los ojos y largué un silbido hacía lo alto de las tejas del quincho. Esa era Clara. Obediente. Gauchita. Me relajé. Ella sobaba. Ella sobaba. La tomé con ambas manos por atrás de la cabeza. Me entusiasmé. Comencé a tironear de sus rulos estirados y alisados por el agua. Cada vez con más fuerza. Gemía ronco. Cada vez con más fuerza. La cabeza de Clara iba y venía.
Lo que comenzó para ella como un saludable ejercicio de felatio, se convirtió para mi en una regia fornicada por la boca. Xoana me sacudía por el hombro. Ni la registré.
Grité: Un dolor agudo en el pene. Traté de apartar a Clara. Pero ella dentellaba fuerte entre el tronco y la cabeza del pene.
-Sos un salvaje –me dijo Xoana severa-.
Clara se levantó seria. Me subí la malla.
-Vos sos mecánica, ¿no? Como yo. Podés comprenderlo –dije a Xoana-. Yo sólo me relajé y me gustó.
-Tomás a las mujeres como hombres –se quejó Xoana-.

-Ella me mordió –grité-. Además, vos la pusiste a Clara allá abajo.
“Esto no va a quedar así”, me pareció escuchar a regañadientes. Pero, a la luz de lo que sucedió después, tengo por pensar que estas dos yeguas ya tenían toda la tarde planeada.
Se formó un silencio tenso.
-Tomemos unos refrescos. Todavía hay mucho sol –rompió Xoana-. 
-Yo aun tengo la malla muy húmeda –dije-.
Clara dudó.
-Te traigo un short seco de adentro –propuso y se alejó por el jardín-.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Corral del macho y las yeguas


-¿Qué tal ir a la pileta? –propuse-.
Ambas asintieron con la cabeza. A eso me había invitado Clara (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/los-dinosaurios-del-jardin.html ).
-Supongo que tendré que cambiarme –apenas levanté el bolso con el puño-.
Clara señaló una puerta al costado de la pileta. Era un baño grande me aclaró, en el que podría cambiarme de ropa. Cuando me levanté con el bolso en la mano, ellas hicieron lo mismo detrás de mi. Caminé erguido hacia la baranda de la pileta y contemplé el agua. Aun hacía mucho calor en el jardín. Ellas me siguieron. También lo hicieron hasta la puerta de madera por la que tendría que pasar. La abrí. Di un paso. Entré. Con mi bota tejana marrón de puntera cuadrada, le di un tacazo fuerte a la madera. “Ay”, aulló Xoana.
-¿Nos vas a dejar afuera? –preguntó Clara-.
Traté de apartarlas con la mano.
-Me voy a cambiar –protesté-.
-Macho. Pero muy estructurado –dijo Xoana-. Lastimaste mis pechos –comenzó a acariciárselos sobre la tela beige de la remera de algodón larga a modo de vestido corto.
Clara me tomó del rostro, acarició con suavidad mi áspera barba de tres días y con suavidad me echó adentro del cuarto de baño. Ambas entraron y Xoana cerró la puerta. Ambas intentaron colocarme contra la pared de azulejos junto al lavatorio. Clara me sostuvo con su brazo pero sin fuerza. Con el otro brazo me quitó el bolso y lo puso sobre el inodoro cerrado. Giró sus rulos y abrió un armario sobre una pared del costado, junto a la mampara esmerilada que daba a la ducha.
Me puse duro. Tomé el rostro acaballado de Xoana y lo apreté con mi mano. Lo acerqué. Sus labios se hincharon. Me tomó por la hebilla redonda de hiero del cinturón para apartarse. Le quité los lentes oscuros. Me quité mis Ray-Ban. La besé con fuerza. Mordí sus gruesos labios. Una y otro vez. Como un durazno. Al principio chilló un poco. Pero se dejó rodear por mis brazos. Sobre mi camisa sentí sus tetas en el escote beige.
Mi mano tensa bajó hasta su muslo descubierto. Luego subí con toda la palma abierta y presioné su culo. Debajo de la remera llevaba una tanga estrecha. Así que aproveché para meter la mano entre sus nalgas lo más al fondo que pude. Una yegua ya casi estaba domada.
Pero ¿qué pasaba con Clara, la rubia de bucles amplios? Por un instante la había olvidado. Sin embargo, cuando le di un descanso a Xoana, me sentía mas flojo y liberado. Sobre todo del cinturón para abajo. Pero ¿mi cinturón de la hebilla de hierro estaba ahí?
El resplandor fuerte de la tarde entraba por la ventana alta del baño. Aun llevaba abotonada la camisa. Aun calzaba mis tejanas de puntera recortada. Pero mis pantalones jeans estaban por el piso. ¿Cuándo sucedió eso? Me distraje de Clara mientras avanzaba a la morocha de de cabello en coletta alta.
Ambas se apartaron unos pasos y sonrieron felices. Como con una travesura. Xoana tenía las marcas de mis dientes en su cara.
-Macho –dijo-. Si vas a ir a la pileta, sacate la camisa.
Pero fue ella la que estiró sus brazos, rápida, la abrió y me la quitó. Se volvió a apa
rtar. Enfurecido, quise ir hacia ellas. Pero casi me tropiezo con mis propios jean que enganchaban mis tobillos.  
Así quedé. De pie, en calzoncillos, botas aun puestas y pantalones por el piso. Frente a las féminas. De pronto, rieron un poco más jocosas. Clara, casi sin querer, señaló el frente la tela almidonada de mi boxer celeste.  
-Parece que te gustamos –dijo Xoana-.
Iba a agacharme para subirme los jeans.
-¿No íbamos a la pileta? –dijo Clara-. Tendrías que sacarte el resto de la ropa. Las botas podes dejártelas. Y, si querés, podés usar tu ropa. O, si no, nosotras también tenemos para vos.
-Bueno, macho, te dejamos a solas. Para que resuelvas que hacés con eso –señaló el frente de mi boxer de tela-
Salieron del baño. Quedé tenso. Escuchaba las cigarras del verano en el jardín.
¿Ustedes creen que me dejaron solo?

CONTINÚA en...
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lunes, 31 de octubre de 2011

El pollo al horno espera


Trato de no mezclar los temas. Una cosa son mis hijos, Andrés y Cecilia, y otra un culo hermoso de mujer. Sin embargo, aquella noche cuando llegué al departamento me costó sostenerle la mirada a los chicos. Ellos empezaron. Andresito casi no me saludó. Tenía la mirada esquiva. Cuatro años. Sospeché. No pude evitarlo. Etna me recibió con un abrazo de jogging, pantuflas blancas de entrecasa y un beso en los labios. Aun faltaba la cena aunque ya había un pollo en el horno.
Me metí en la cocina y me puse a lavar algunos platos y cubiertos que estaban en la pileta. Etna también trabaja. Incluso gana más que yo. Me quedé solo entre canilla abierta y el detergente. Cuando levanté la vista, allí estaba ella. Mi otra mujer. Ceci. Seis años.
-Papi. Papá –llamó-.
-¿Qué, hija? Decime –yo sin mirarla-.
Me volví hacia ella. Llevaba unos pantaloncitos holgados y unas guillerminas. Me agaché. Nos miramos. Era amorosa. La abracé y la alcé. No sin cierto esfuerzo. Cuando la tuve arriba juno a mi rostro advertí la tranquila seriedad en sus ojos. Su cabello demasiado fino. Demasiado largo. Demasiado suave. Caía sobre mi mano en su espalda.
-Papá...
-Qué –la interrumpí-.
-Vos –hizo un silencio- ¿estuviste con otra?
Me hubiera reído si no hubiera sido porque en mi mente apareció la rubia, Sandra Pasadella y sus ojos celeste lavado a lo Madonna (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Ceci tuvo algo de piedad. Su boquita finita sonrió un poco. Así y todo se me erizó el espinazo. Una horda de aire caliente subió desde el fondo de mis pulmones. Tarde un tiempo en reaccionar. Ella abrió más los ojos pero bajó un poco la vista y puso sus deditos en el borde de sus labios.
-Sí –dije como pude-. Con tu madre.
Quedó pensativa. Aproveché para bajarla de mis brazos. A pasitos lentos salió de la cocina. Fui paciente. Luego respiré. Me sequé las manos. Aun me no había cambiado. Salí de allí. Ciego atravesé el living y me metí en el cuarto. Me senté sobre la cama de dos plazas. Me quité la camisa, zapatos, pantalón, hasta las medias. Me puse una remera y un jean gastado. Calcé los pies en las alpargatas.
Entró Etna. Hundió una rodilla en la cama. Su delicada mano acarició mi rostro. La observé. El silencio me intranquilizó. Decidí avanzar. La abracé fuerte por la cintura y la arrojé sobre la cama. Yo encima. Levanté la remera amarilla y la besé fuerte en el ombligo. Como otras veces había hecho. Ella estalló en una carcajada. Fue la piedra libre. Bajé por su vientre. Presionaba fuerte con mis labios. La humedad de  mi boca las marcas estriadas de la maternidad.
Casi la mordí cuando llegué al cordón flojo del pantalón jogging. Lo bajé con la barbilla de la línea de la cintura. Llegué al elástico fino de la tanga. Suave, fui descorriendo su límite hacia abajo con mis dedos. Con la punta de la lengua comencé el sendero que conduce a la vagina. Sentí el suspiro de ella. Eso me animó a seguir. Se bello de mujer se entreveraba con mi barba candado. Podía sentir el sonido entrelazado en la piel. Me perdía. Me impregnaba ese perfume tibio que había sentido en subte junto a Sandra.
Con fuerza. Etna me apartó la cabeza con las manos.
-Pará –susurró-. El pollo en el horno. Los chicos esperan.
Me dejé caer boca arriba en la cama junto a ella.
-Andresito está misterioso –dijo pensativa-. ¿Será que perciben algo los chicos?
Me levanté de golpe. Salimos de la habitación.

Los cuatro nos sentamos a cenar alrededor de la mesa rectangular del living. El pollo, los tomates y la lechuga, cortadito para los chicos. La tele encendida. La tele apagada. Sonó el celular de Etna. Lo tomó y lo miró. Lo apagó. Lo largó a un costado.


Los chicos comían o hablaban entre ellos o no se qué.
Ella me miró al rostro.
Las pupilas dulce de leche de Etna brillaban. Su cabello largo crespo, levemente ondeado y ondeado del todo en las puntas. Rojizo.
-El auditor que sigue el caso Mitland S.A. –dijo Etna-, por la manipulación con las acciones. Todo el día con eso. Marcos: hoy tuve un día fatal.

martes, 25 de octubre de 2011

Los pelos de la nuca

Buenas botas. Buen jean. Buen calce. Una chica a la moda. Yo de la vieja escuela. Todavía me fijo en esas cosas. El día caluroso aun resplandecía a través de los vidrios. Ella pasó junto a mi mesa en el pequeño bar de de la calle Bulnes, en Palermo. Siguió camino. Se decidió por un lugar cerca del mostrador. Tendría veintipico. Aun de pie, acomodó su cartera en el respaldo de la silla. Sobre su mesa deslizó un cuaderno oficio de espiral. Se sentó.

            Pagué al mozo el café con leche y las medialunas, hace rato terminados. Propina incluida. Cerré mi libro y la observé a ella. Creo que me percibió. Me levanté y fui hasta su mesa. Me acomodé con cuidado en una silla frente a ella. Sus ojos negros brillaban para mi. Una sonrisa en sus labios. Mejillas redondeadas.
-Venís de la clase –avancé a ciegas-.
Asintió.
-Espero a una amiga –dijo-. Pero quizás baje al baño ahora.
Se levantó. La mesa quedó a la mitad de los muslos. El tiro bajo del pantalón se advertía por entre las transparencias de la blusa en un tono violeta muy claro. El jean ajustaba pero no apretaba. Desde los costados de la cadera los pliegues iban hacia el ángulo de su sexo.
Dio unos pasos, Su cabello largo y levemente ondeado casi me acarició. Aun más lo hizo su dedo índice sobre la camisa, en mi hombro, hasta rozar el cuello. Pasó a la espalda. Yo aun sentado, giré la cabeza. No era delgada. Sus muslos y su cola redondea eran fuertes. Su cintura se angostaba. Botas de caña alta color beige. Sin tacos. Me levanté tras ella. La seguí hasta la escalera que bajaba a los baños. Pasamos junto a los vidrios que daban a la calle. La tarde madura resplandecía en su mejor frescura.
La escalera en la penumbra. Ya en el pasillo ella se detuvo. Apoyó su espalda contra la pared. La abracé. Pasé mis manos por debajo de blusa violeta clara. Ella miró para un costado. La puerta del baño de varones estaba abierta. Desde adentro, un espejo nos devolvía la imagen a lo lejos. Una curiosidad nos convocó. Yo comencé a caminar lento hacia la apertura. Se sentían suaves sus botas. Entramos al cuarto de baño. Era pequeño. No había nadie. Dos mingitorios al costado. Un poco más lejos la puerta al habitáculo del inodoro. Frente a nosotros, sobre el lavabo, el espejo con nuestra imagen bajo el resplandor tenue de una lamparita. Yo en el centro. Ella, con sus mejillas morenas encendidas pero con sus ojos negros, calmos y su cabello azabache recostado sobre mi hombro. Era extraño. Era agradable. Sacó una tarjeta, quizás de alguno de los bolsillos del jean. La raspó con suavidad por mi rostro.
-Todavía no sabe como me llamo. Ni quien soy –susurró-. Estudio en la facultad universidad. Pero además trabajo de artista –continuó-.
Observó mi rostro por el espejo. Sus labios sonreían. Bajó su mano con la tarjeta de cartón hasta la altura de mi cinturón. Aun la deslizó sobre el pantalón de vestir. Tanteó la ingle. Sobre el bulto bajó la cremallera. Accedió a mi interior con facilidad. Frotó un poco. Sentí una caricia. Un suavidad que se esparció hasta en los pelitos de la nuca. Pudo inmiscuir sus dedos y estirar un poco el elástico del boxer elastizado. Dejó allí enganchada su tarjeta. En la penumbra del baño público de un bar de Palermo. En la oscuridad de mi interior. El pene se puso tieso. Ella lo sabía.
-Tendrías que afeitarte –dijo-.
No era muy alta. Desde la altura de mi hombro, observó mi rostro con dulzura. Y yo el suyo de manzanita morena. Deliciosa. Me toco el ombligo velludo por debajo de la camisa. Nuevamente hasta los pelos de la nuca.
Salió. Los pasos de sus botas altas marrón claro se alejaron por el pasillo. Volví a mirarme al espejo. Pasé un tiempo así. La barba rasante pero canosa desmentía el teñido oscuro de mis ralos cabellos lacios. Cincuenta y cuatro años. Sólo. Sin hijos. Profesor decano adjunto de Historia y Tecnología. Me desabroché el cinturón. Saqué la tarjeta que había dejado la chica. Leí. “Silvina Mancuso”. Una dirección. Un teléfono. “Fotógrafa”. Vi mi expresión de extrañeza en el espejo. 
Mi libro y la carpeta de cuero. Habían quedado abandonados en la mesa, arriba. Me abroché el pantalón. Corrí por el pasillo y luego escaleras arriba. Algunas otras mesas estaban ocupadas. Fui a la que yo había estado. Redonda como siempre. Vacía. Por completo. Levanté la vista. La mesa de “Silvina”. Vacía también.   
La hélice de oro, de Arthur Kornberg. Ese era el libro. Lo lamenté. Se acercó el mozo del bar. Me alcanzó la carpeta de cuero.
-Esto lo encontré yo en su mesa. Creí que se había ido.
-Gracias. ¿No había también un libro de tapa azul? –le dije el título-.
El hombre pensó un instante. Se dio vuelta y mira la mesa  -vacía- cercana al mostrador.
-Estaba en la mesa de las chicas. Después vino otra chica y se fueron. Ah, sí. El libro. Lo tenía la morocha de pelo negro largo. Claro, si. Ella me dijo que le avisara, que ella se lo alcanzaría. Que la llamara.
Me debía haber puesto blanco. Le agradecí. Salí lento y avejentado.
Fui a mi trabajo. La clase no estuvo mal. Hubo avances. Llamé a Silvina por el celular para que me devuelva La hélice dorada. Su voz era lenta y cálida. Me dijo que era amiga de Yanina Gonzaga. Alumna mía. UBA. Comencé a transpirar en la espalda.
Insistió en que yo le había parecido un hombre interesante. Quedamos en que iría a su departamento a buscar el libro.
-Venga sin afeitar. Si quiere –invitó-.
Miré la tarjeta de cartón. Aun estaba en Palermo. Era de noche. Había refrescado. Un poco.

CONTINÚA en...
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