martes, 25 de octubre de 2011

Los pelos de la nuca

Buenas botas. Buen jean. Buen calce. Una chica a la moda. Yo de la vieja escuela. Todavía me fijo en esas cosas. El día caluroso aun resplandecía a través de los vidrios. Ella pasó junto a mi mesa en el pequeño bar de de la calle Bulnes, en Palermo. Siguió camino. Se decidió por un lugar cerca del mostrador. Tendría veintipico. Aun de pie, acomodó su cartera en el respaldo de la silla. Sobre su mesa deslizó un cuaderno oficio de espiral. Se sentó.

            Pagué al mozo el café con leche y las medialunas, hace rato terminados. Propina incluida. Cerré mi libro y la observé a ella. Creo que me percibió. Me levanté y fui hasta su mesa. Me acomodé con cuidado en una silla frente a ella. Sus ojos negros brillaban para mi. Una sonrisa en sus labios. Mejillas redondeadas.
-Venís de la clase –avancé a ciegas-.
Asintió.
-Espero a una amiga –dijo-. Pero quizás baje al baño ahora.
Se levantó. La mesa quedó a la mitad de los muslos. El tiro bajo del pantalón se advertía por entre las transparencias de la blusa en un tono violeta muy claro. El jean ajustaba pero no apretaba. Desde los costados de la cadera los pliegues iban hacia el ángulo de su sexo.
Dio unos pasos, Su cabello largo y levemente ondeado casi me acarició. Aun más lo hizo su dedo índice sobre la camisa, en mi hombro, hasta rozar el cuello. Pasó a la espalda. Yo aun sentado, giré la cabeza. No era delgada. Sus muslos y su cola redondea eran fuertes. Su cintura se angostaba. Botas de caña alta color beige. Sin tacos. Me levanté tras ella. La seguí hasta la escalera que bajaba a los baños. Pasamos junto a los vidrios que daban a la calle. La tarde madura resplandecía en su mejor frescura.
La escalera en la penumbra. Ya en el pasillo ella se detuvo. Apoyó su espalda contra la pared. La abracé. Pasé mis manos por debajo de blusa violeta clara. Ella miró para un costado. La puerta del baño de varones estaba abierta. Desde adentro, un espejo nos devolvía la imagen a lo lejos. Una curiosidad nos convocó. Yo comencé a caminar lento hacia la apertura. Se sentían suaves sus botas. Entramos al cuarto de baño. Era pequeño. No había nadie. Dos mingitorios al costado. Un poco más lejos la puerta al habitáculo del inodoro. Frente a nosotros, sobre el lavabo, el espejo con nuestra imagen bajo el resplandor tenue de una lamparita. Yo en el centro. Ella, con sus mejillas morenas encendidas pero con sus ojos negros, calmos y su cabello azabache recostado sobre mi hombro. Era extraño. Era agradable. Sacó una tarjeta, quizás de alguno de los bolsillos del jean. La raspó con suavidad por mi rostro.
-Todavía no sabe como me llamo. Ni quien soy –susurró-. Estudio en la facultad universidad. Pero además trabajo de artista –continuó-.
Observó mi rostro por el espejo. Sus labios sonreían. Bajó su mano con la tarjeta de cartón hasta la altura de mi cinturón. Aun la deslizó sobre el pantalón de vestir. Tanteó la ingle. Sobre el bulto bajó la cremallera. Accedió a mi interior con facilidad. Frotó un poco. Sentí una caricia. Un suavidad que se esparció hasta en los pelitos de la nuca. Pudo inmiscuir sus dedos y estirar un poco el elástico del boxer elastizado. Dejó allí enganchada su tarjeta. En la penumbra del baño público de un bar de Palermo. En la oscuridad de mi interior. El pene se puso tieso. Ella lo sabía.
-Tendrías que afeitarte –dijo-.
No era muy alta. Desde la altura de mi hombro, observó mi rostro con dulzura. Y yo el suyo de manzanita morena. Deliciosa. Me toco el ombligo velludo por debajo de la camisa. Nuevamente hasta los pelos de la nuca.
Salió. Los pasos de sus botas altas marrón claro se alejaron por el pasillo. Volví a mirarme al espejo. Pasé un tiempo así. La barba rasante pero canosa desmentía el teñido oscuro de mis ralos cabellos lacios. Cincuenta y cuatro años. Sólo. Sin hijos. Profesor decano adjunto de Historia y Tecnología. Me desabroché el cinturón. Saqué la tarjeta que había dejado la chica. Leí. “Silvina Mancuso”. Una dirección. Un teléfono. “Fotógrafa”. Vi mi expresión de extrañeza en el espejo. 
Mi libro y la carpeta de cuero. Habían quedado abandonados en la mesa, arriba. Me abroché el pantalón. Corrí por el pasillo y luego escaleras arriba. Algunas otras mesas estaban ocupadas. Fui a la que yo había estado. Redonda como siempre. Vacía. Por completo. Levanté la vista. La mesa de “Silvina”. Vacía también.   
La hélice de oro, de Arthur Kornberg. Ese era el libro. Lo lamenté. Se acercó el mozo del bar. Me alcanzó la carpeta de cuero.
-Esto lo encontré yo en su mesa. Creí que se había ido.
-Gracias. ¿No había también un libro de tapa azul? –le dije el título-.
El hombre pensó un instante. Se dio vuelta y mira la mesa  -vacía- cercana al mostrador.
-Estaba en la mesa de las chicas. Después vino otra chica y se fueron. Ah, sí. El libro. Lo tenía la morocha de pelo negro largo. Claro, si. Ella me dijo que le avisara, que ella se lo alcanzaría. Que la llamara.
Me debía haber puesto blanco. Le agradecí. Salí lento y avejentado.
Fui a mi trabajo. La clase no estuvo mal. Hubo avances. Llamé a Silvina por el celular para que me devuelva La hélice dorada. Su voz era lenta y cálida. Me dijo que era amiga de Yanina Gonzaga. Alumna mía. UBA. Comencé a transpirar en la espalda.
Insistió en que yo le había parecido un hombre interesante. Quedamos en que iría a su departamento a buscar el libro.
-Venga sin afeitar. Si quiere –invitó-.
Miré la tarjeta de cartón. Aun estaba en Palermo. Era de noche. Había refrescado. Un poco.

CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2012/02/la-helice-de-oro.html

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