martes, 17 de abril de 2012

La amiga de Sheyla

Fue hace seis años. Ahora me parece lejano. Pero alguna vez hubo una primera cita. Belén Isabel Moreno, era su nombre completo. Nos sentamos en una de las mesitas en la vereda de un bar de en frente a Plaza Serrano, en Palermo. Ella me contó de sus cosas. Tenía 23 años -dos menos que yo-, estudiaba medicina y estaba interesada en la especialidad de traumatología. Pero para eso, le faltaban años de exámenes, aulas, cuerpos vivos y muertos en los que hurgar. Era una chica que hablaba tranquila y contenta. Ojos negros.
Había pocas cosas que me entusiasmaran. Pero era una tarde de sábado fresca y soleada. Tomábamos cerveza en vasos altos con una picada. Yo le conté algunas cosas de mi vida. Sin demasiado énfasis. Al primer silencio largo, ella borró su sonrisa y sacó una billetera con una tarjeta de crédito. Insistió en pagar. No se lo permití. Pagué yo en efectivo. Con propina incluida.
Belén se echó todo su cabello negro y lacio hacia atrás y se lo ató en una coleta larga que caía por el camino de la nuca y bien entrada la espalda. También el flequillo algo crecido se lo acomodó definitivamente hacia atrás con los cinco de dedos de las mano. El sol aun brillaba rasante. Así que se calzó sus inmensos anteojos esfumados. Su nariz apareció más pequeña y delicada de lo que era. Nos pusimos de pie.
Quizás para no parecer demasiado aburrido, caminé junto a ella unas cuadras por una vereda tranquila y arbolada hacia la avenida Córdoba. Mi plan era tomar un taxi allí. Ella haría lo propio en otro vehículo. Belén se detuvo frente a una vidriera de muebles de diseño. Me detuve con ella. Hacía poco vivía sola, dijo. Yo agregué que también hacía poco me había mudado a un departamento.
Un cenicero exuberante de color naranja me llamó la atención. Estaba en lo más bajo del escaparate. Me agaché para verlo mejor. Lo observé. Miré hacia mi costado. Por fuera de la vidriera. Encontré los pies de Belén subidos a unos zapatos stilletos color champagne de taco altísimo y puntera muy afilada. Quedé fijo en esos pies tan bien calzados.
Me incorporé lento. Recorrí su pierna de pantalones blancos apenas ajustados en los muslos y en la forma de la cola, un poquitín ancha. Luego seguía una remera holgada que colgaba de sus algo pequeños pero bien redondeados pechos. No era alta. Era pulposa. O así me impresionaba desde de su afinada cintura. Ella me miró desde sus anteojos esfumados. De nuevo de pie, seguimos camino hasta la avenida y allí nos despedimos. Antes de besarme en la mejilla, me dijo:
-Si querés podemos vernos en la semana...
-Te llamo yo –la interrumpí-.
Bajó un poco la vista y se quitó los lentes oscuros.
-El sábado que viene. Me invitaron unos amigos. Si querés, podés venir conmigo. Será una salida en grupo. Como amigos.  
-Podría ser. Hablemos.
Nos despedimos. En unos días casi había olvidado a Belén. Pero me llamó el sábado siguiente y me refrescó el asunto de salida con amigos. Le dije que no estaba seguro. Que quizás fuera. Que no se preocupara por mí. Hablamos de cualquier cosa y finalmente me pasó una dirección. Un departamento sobre la avenida Santa Fe, pasando Callao hacia el centro. Cerca de mi casa. No tenía nada para esa noche.  
Llegué después las once de la noche. Sólo. Me abrió una chica que se presentó como Ana. Era la dueña de casa. Me senté en un sillón. Alrededor de la mesita ratona había dos chicas más y dos muchachos. Ana me preguntó si tomaba whisky. Dije que sí y me sirvieron un vaso de la botella que estaba sobre la mesita ratona. También había gaseosas.
Me presentaron a Yanina, una chica delgadísima de 22 años. De rostro pequeño, nariz recta y sensible, usaba el cabello corto, teñido de un rojo furioso, peinado hacia atrás y estirado con mucho gel en un claro estilo varonil. Vestía borseguíes altos con plataforma, medias de naylon oscuro a lo largo de toda la pierna, una campera de cuero tipo torerita y una mini negra del mismo material por cuya parte de atrás se advertía una cola angosta pero levantada. Faltaban años para que yo llegara a conocerla mucho mejor a Yanina.
No estaba Belén. Eso me extrañó. Pero una de las dos chicas del living era la razón por la que no deseaba volver a ver a Belén. Se llamaba Sheyla. Nos conocíamos. Ni bien me vio se sonrió y levantó para saludarme con un beso en la mejilla. Eso me alegró.
Sheyla era una chica festiva y agradable. De risa fácil. Hasta parecía inocente.  Era delgada de estatura media y su cuerpo estaba bien formado. Me había gustado, desde que la crucé por primera vez en los pasillos de la facultad. Cuando coincidimos en el aula de una materia en común, me acerqué a ella y le hablé. Tenía cabello largo de bucles amplios y rubios, nariz perfecta y ojos azules. Me inhibía su belleza. Sin embargo, una tarde logré acompañarla y cruzar una avenida con ella hasta la boca del subte. La invité a salir ese fin de semana. Ella dudó. Hasta que me dijo que no.
Pasé unos días sin hablarle. Pero tenía esperanzas. Además, cada vez que la veía, me sentía enamorado. Trataba de estar con ella todo el tiempo que podía. Cuando se acercaban los exámenes, estudiábamos juntos en casa de ella o en un bar. No íbamos a mi casa. Yo aun vivía con mis padres.

Mi presencia le agradaba. Sheyla me lo decía cada vez que se presentaba la oportunidad. Así y todo, yo quería ser cuidadoso y no volví a intentar con nuevas invitaciones. A los pocos meses de conocerla, conseguí un trabajo de empleado administrativo en una oficina. Esta nueva situación, pensaba, me beneficiaba en mi vocación de convertirme en contador. Cuando obtuviera el título universitario, ya tendía mi puesto asegurado. Además, anhelaba mudarme de la casa de mis padres.
Pude cumplir ese deseo bastante pronto. Un día amanecí en mi flamante departamento, pequeño pero de dos ambientes, en el centro de la ciudad. Ahora sólo faltaba que Sheyla se quitara esos jeans que tan bien le quedaban y desplegara sus piernas desnudas, en mi nueva cama doble. Festejaba para mis adentros. Pero las cosas no resultaron así.
La vida en el departamento de soltero era muy agradable pero insumía mucho tiempo. Tuve que abandonar los estudios. Y con ellos, también se fue mi idea de ser contador profesional. No podía con todo. Al fin y al cabo –me consolaba-, ya tenía mi puesto asegurado. ¿Para qué quería el titulo? Fue duro y triste. Sin embargo, era innegable que estaba disfrutando de algo verdaderamente nuevo.
Como no iba a la facu, no vi a Sheyla por un tiempo. Hasta que me la crucé por la calle por casualidad. Nos abrazamos con alegría. Ella no estaba sola. Una amiga que yo no conocía estaba a su costado y participaba de nuestras risas aunque sin decir nada. Yo sólo notaba de su amiga que me observaba.
Le conté a Sheyla como me iba ahora que vivía solo. Era momento de que Sheyla se quitara su ropa en mi habitación, pensaba mientras hablaba. La amiga acotó algo, no recuerdo qué. Los dos la observamos a ella. Tenía una sonrisa fresca.
-Ella es Belén –dijo Sheyla y señaló a su amiga-. Él es Jorge, un amigo de la facu –me indicó a mi-.
 Saludé con un beso en la mejilla a Belén. Sheyla me contó que se había pasado de la carrera de contaduría a la de administración de empresas. En primera pausa que pude, comencé:
-Sheyla, yo quería decirte...
Pero estaba hablando demasiado rápido. No tenía idea de cómo invitarla a mi departamento. Más difícil aún con Belén allí delante.
-Sí, hablemos, dale, buenísimo –Sheyla completó mis palabras-.
Mi corazón comenzó a bombear sangre espesa. Tuve que asumir que éramos amigos. Siempre habíamos sido amigos.
Se hizó un silencio. Sheyla se llevó ambas manos a su barbilla. Miró a su amiga. Luego, con su mejor sonrisa me dijo:
-Creo que ustedes tienen que intercambiar teléfonos celulares. O, al menos, emails.
Antes de que yo pudiera reaccionar, Belén anotó su teléfono en un papel y me lo tendió. La mirada oscura de Belén estaba imantada, hay que reconocer. Pero aun así, no me atraía. Sin embargo, hice el cumplido en otro papel y le alcancé mi número.
El rostro de Sheyla brillaba. No sabía si estaba feliz porque había entregado a su amiga, porque me había entregado a mi o porque se había salvado de tener que entregarse ella. Una vez que nos despedimos con la vaga promesa del “nos vemos” y estuve a una cuadra de allí, hice un bollo el papelito de Belén y lo arrojé a la calle. Yo quería a Sheyla.
Sin embargo, Belén me llamó al celular un viernes. Me sorprendió, hay que reconocer, así que la dejé hablar a ella. Quería verme. Propuse que tomaramos unas cervezas en Plaza Serrano. Así conocí a Belén. Con desganada iniciativa.

Pero ahora que en mi “segunda cita” en el departamento de la avenida Sante Fe, estaba Sheyla, que me importaba Belén. Yo estaba en una actitud discreta. Pero todo allí me parecía hermoso. Tomamos whisky. Reímos. Hasta que se hizo un silencio. Sheyla, con el rostro paralizado en una risa, me miraba fijo con sus ojos azules. Ana le hizo un gesto complicé. Los chicos también rieron pero algo nerviosos. Entonces yo también reí con vista fija en el rostro de Sheyla.
Yanina se puso de pie con una expresión desconfiada.

miércoles, 11 de abril de 2012

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            Viene de  “Los tiempos cambian” ( ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/04/los-tiempos-cambian.html )

Cuando terminamos de tener sexo, saqué el pene del ano de Len y él se echó en el sofá a descansar. Yo, en cambio, me levanté desnudo y sigiloso, y corrí al baño. Me vestí y volví al living. Me agaché frente al sofá donde yacía Len. Me sentí contento de verlo a él tranquilo. Sabía que él estaba feliz. Le acaricié el hombro, lo bese en la mejilla.
-Querido, me voy a casa. Te dejo la llave del departamento puesta en la puerta del lado de adentro. No te levantes. Aprovechá a relajarte. Nos vemos mañana –me despedí en voz baja junto a su oído-.
Len me saludó con la mano. Salí de allí y en la calle tomé un taxi. Tenía hambre. Cené un pizza en casa, me di una ducha tibia y me dormí. Al otro día, la jornada en la oficina se hacía difícil de sostener. Los cabezazos del sueño se hacían frecuentes. Era viernes. Se suponía que por la noche saldría con Len. Sin embargo no le mandé mensaje de celular ni lo llamé.
A la salida del trabajo, ya en mi departamento, puse dos cafés a calentar y me senté a esperar. Fue sincrónico. Len llegó cuando la cafetera indicó que la merienda estaba lista. Nos sentamos junto a la mesa. Él había traído un paquete de medialunas.    
Durante un rato, bebimos y comimos en silencio, con miradas a los ojos entre bocado y bocado. Como cada viernes en ciudad de Buenos Aires, la semana del centro se quemaba por la ventana entre automóviles, voces, ruidos, alguna manifestación política, bajo el último rayo rojizo del atardecer.
-Lo de anoche fue hermoso –rompió él-.
-Sí, a mi también me gustó mucho –sonreí-
Hice un silencio.
-Len, hoy no tengo ganas de ir al pub –proseguí-. Estoy cansado y no tengo buen ánimo.
Él trató de comenzar su adorable prédica para darme aliento. Con suavidad puse mis dedos en sus labios.
-No. Esto es otra cosa.
Len era un hombre hermoso. Sin embargo, unas ojeras inmensas le rodeaban cada globo ocular. Suponía que mi rostro debía estar igual.
-Vos y los chicos del club fueron muy buenos conmigo. Todos me recibieron bien. Y estoy en deuda con vos. No tengo palabras para agradecerte tu afecto y tu presencia. Pero creía otra cosa de mismo. Me sentía un turista en el país de la homosexualidad. El jueves ví a una chica en el pub. Una chica que me gustó (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/03/una-incursion.html ). Vos podrás decirme que quizás es lesbiana. Eso no es importante. Porque me di cuenta que no soy un turista. Soy un exiliado en país homosexual. Y como exiliado que soy, ustedes me dieron lo mejor de sí y me trataron con el mejor cariño. Len, tenés que comprenderlo. Quiero volver. Como todo exiliado, deseo volver a la patria. Y mi patria afectiva y sexual está poblada de mujeres.
-Se trata de una mujer. No de la que viste en el pub. Sino de eso mujer que es la tiranía de tu patria –replicó él-.
-Lucharé contra la tiranía. Pero aun si no logro los cambios, eso no importa. Quiero volver.
Lo miré fijo a los ojos. Me tomó la mano.
-Como quieras, Jorge. Soy tu amigo. Sabés lo que te quiero. Será lo que vos digas. Está todo bien.
Len se fue. El fin de semana, me dediqué a estar solo, a leer, a dormir. El trabajo en los días siguientes se hizo medianamente soportable. Sentía que era el momento de conocer a una nueva mujer. Pero la idea de llamar a Belén se apoderaba de mi cada noche. La tiranía, como había dicho Len. Sin embargo, me sentía fuerte. No temía ser herido o despreciado. Temía ser rechazado. Porque sabía que si eso sucedía, no tendría otra oportunidad.  
He hablado maravillas de Len. Sería excesivo insistir con piropos. Pero es raro como se dan las cosas. Aun pasó casi una semana más sin que nos volviéramos a ver. Un miércoles me llamó para invitarme a salir el sábado. Tanta anticipación de su parte me hizo pensar en alguna otra cosa. Quizás en alguna sorpresa. Quizás, tan buen amigo que era, sospechaba algún estado de animo mío que el sabría reparar. Algo de eso había. Iríamos al pub que acostumbrábamos, en el microcentro, en la calle reconquista.
Le acepté a Len ir al local vestido solamente con mi camisa de seda, mis borseguíes cortos y mi slip de látex negro cavado que me dejaba la mitad de las nalgas a descubierto. Sentía nostalgia. Quizás fuera la última vez que me vistiera así para los chicos del club.

martes, 3 de abril de 2012

Los tiempos cambian

¡Qué hombre! Esa es la expresión que debo utilizar para referirme a Len. Él era tan buen tipo que yo no dudo de que si, por un instante, se convirtiera a la heterosexualidad, todas las mujeres se enamorarían de él. Len era apenas un poco más alto que yo. Sin embargo, esa noche de jueves, hubiera querido tener un par de sandalias de taco para estar a la altura de un hombre como él. Porque, hay que reconocer, Len es tan buen tipo que, frente a él, uno no puede dejar de sentirse una mujer. Esa noche de jueves, quería darle a Len lo que él se merecía de mi. Sin embargo, cuando por fin estuvimos en el living de su departamento, me quedé de pie. Sin saber bien qué hacer.
Lo observé un rato. Len tiene unos ojos tristes, levemente oblicuos hacia abajo. Su boca es más bien ancha y cuando sonríe, lo hace con dientes blancos, que no pueden sino infundir seguridad y simpatía. Su rostro es delgado y angosto. El cabello de bucles negros y abiertos, corto y un poco más largo al frente, le forma un jopo abundante que él peina con los dedos hacia atrás o deja caer sobre su mirada cálida. Len, es decir, Leandro Cotiglieri, es licenciado en física y trabaja de asesor en la ambientación de espacios acústicos. Tiene 33 años. Uno más que yo
Al cabo de un rato, tomé su barbilla con mis manos, me hice de puntas de pie y acerqué su rostro al mío. Sonreí con lo mejor de mi. Mis mejillas se iban coloreando. Me quité toda la ropa sin dejar de mirar sus ojos. Cuando estuve por completo desnudo, lo abracé por el cuello. Lo besé en los labios. Metí mi lengua en su boca mientras él me enlazaba con sus brazos de mangas de camisa y presionaba mi cintura contra su elegante pantalón de vestir a rayas. Sentí vergüenza.  El bajó la vista. Yo también. Mi pene estaba alzado por completo.
Desabroché un botón de su camisa y le sugerí que se quitara la ropa. Él se dio vuelta y lo hizo. El gesto de darme la espalda, abrió mi imaginación. Como buen homosexual varón, Len sabe todos los oficios. Sin embargo, a pesar de todo lo mujer que me puede hacer sentir cada ver que me paro delante de su figura, a Len le encanta ser pasivo.
Len merecía tanto como él me había brindado a mi. Mientras se desvestía, yo fui a buscar algunas cosas imprescindibles en estas ocasiones. Cuando estuvo desnudo, antes de que se volviera, fui hacia él y lo abracé por su delgada cintura. Lo rodeé con mis brazos. Con mis manos al otro lado de la espalda, le acaricié el plexo solar. Bajé por su estómago. Concentré mis dos manos en acariciarle el pene ya erecto. Le besaba la nuca y el cuello. Su estructura ósea y su piel se relajaban. Increíblemente, por primera vez, ese cuerpo de hombre inmenso estaba del todo en mi poder. Como él tanto lo deseaba. Como él me había enseñado.
Lo solté y a saltitos de puntas de pie, corrí hasta el sofá de dos plazas. Me senté en el centro. El vino hacia mi y comenzó a agacharse de espaldas. Me calcé el profiláctico en el pene y, cuando tuve su cola cerca, le lubriqué el ano con delicadeza. Lo dejé bajar. Él se fue sentando sobre mi. Lo penetré. Lento. Dulce. 

Lo acaricié. Lo besé. El sofá era muy mullido y todo el porte de Len comenzaba a dejarse estar sobre mi. Debería haber elegido una silla. Llevar adelante esa situación requería un gran esfuerzo de mi parte. Pero Len estaba entregado y eso me ponía feliz. Yo también comenzaba a sentir placer. Hasta que, mágicamente, mis ojos se cerraron y en mis sentimientos volví a atrás unos años, cuando en una anterior crisis de pareja con Belén, yo también había recurrido a mi amigo.
En aquella oportunidad, hace ya algunos años, Len, al igual que esta vez, me había ofrecido refugio sexual y afectivo en el territorio de la homosexualidad. Yo tenía miedo. No a ser penetrado ni tampoco rechazaba el rol sexualmente activo. Pero estaba asimilado a la belleza femenina y la desnudez masculina me provocaba un severo rechazo. Pero Len, como siempre al fin y al cabo, me había hecho sentir muy bien.
La primera vez, había sido en ese mismo departamento en el que estábamos esa noche de jueves. Len, vestido en su discreta elegancia, me desnudó por completo. Me vendó los ojos con un largo pañuelo oscuro que anudó en la parte de atrás de mi cabeza. Se desvistió él sin que yo lo viera. Con los primeros arrumacos y caricias, Len me susurró una advertencia:
-Es cuestión de que te sientas bien con tu cuerpo y con el mío. Si no te gusta, si no estás cómodo, decilo ni bien lo sientas. Nos vestimos y amigos como siempre.
No fue necesario que dijera nada. A diferencia de lo que estaba sucediendo esa noche de jueves, un lapso más o menos breve, era yo el que estaba sentado sobre Len. Pleno de felicidad, con mi ano abierto y embadurnado, con el pene duro de Len que iba y venía en mi cola. Él me recorría con una mano. Con la otra, me tomaba fuerte donde debía y me masturbaba muy lentamente. Mi cuello, mis labios, mi vientre, mis piernas, todo estaba a su disposición. 

También en aquellos tiempos nos habíamos acostumbrado a salír a pasear juntos. Éramos una especie de pareja. Podríamos haber sido novios si no hubiera sido porque Belén, vino a saberse, me extrañaba y, aun más, me amaba.
Un día, Belén me llamó y quedamos en vernos. La cita fue en mi departamento. Primero hablamos en el hall de entrada. Llegó acongojada y cabizbaja. Pero de ninguna manera dispuesta ceder. Vestía una campera deportiva de manga larga, holgada pero corta. Calzaba botas bucaneras negras de taco alto hasta la mitad del muslo y un ajustado short de vinillo, con botón plateado en la cintura y una buena parte de sus redondeadas nalgas al aire.
Cuando estuvimos encerrados en el ascensor hacia mi departamento, me agaché para hacer sexo oral en el acto. Ya estaba –una vez más- subyugado por su belleza. Ella, algo asombrada del efecto de su propio poder, no atinó siquiera a desabrocharse el botón plateado del short. Arrodillado, debí conformarme con unos besitos en las partes de los muslos tensos y fuertes que quedaban libres del cuero negro de las botas. En el pasillo, ya nos besábamos apasionadamente en los labios. Belu era tan dominadora que sabía cuando dejarse tocar. De manera que pude disfrutar de la piel de esa cola redondeada y firme, bien sostenida por el ajustado vinillo del short.
Así, sencillamente, en aquella, Len, que me había hecho y enseñado tantas cosas lindas, había vuelto a se un amigo. Len me había perdido. Pero eso había sucedido hacía años.

Len comenzaba a gemir. Una última vitalidad se apoderó de mi cuerpo. Era yo el que ahora estaba por estallar en semen adentro de su cola. Era jueves a la noche. Las cosas eran distintas ahora.