viernes, 22 de junio de 2012

Color champagne

El problema no radicaba en haber tenido sexo con otra mujer. Siempre supervisado –y disfrutado- por mi novia Belu, eso ya había sucedido otras veces. Yo había tenido sexo con otra mujer siempre que hube sido entregado por Belén. Y así sucedió esa noche de sabado. Sin embargo, después de que forniqué deliciosamente con Yani (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/02/doble-vaiven.html ), sobrevino un cierto distanciamiento con mi amada Belén. Yani, la chica delgada casi sin tetas pero de pezones encendidos (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2011/09/sin-corselete.html ), la que no tiene conciencia, le había ganado una partida a Belu. Yani era inocente. Pero inteligente. Y, lo supe después, también sensible.
Fue un proceso más largo de lo que podría parecer a primera vista. Yani logró que Belén nos dejara solos una noche de sábado. Una sola noche. Cuando Belén en plena madrugada cruzó la puerta del departamento de la avenida Santa Fe –de Ana, que también se había retirado-, sabía perfectamente lo que haríamos Yani y yo. ¿O acaso se había imaginado otra cosa y por eso nos había dejado? Yo no abrí la boca. Pero Belén se enteró. Ella siempre parece saberlo todo sobre mí. No por nada era mi dueña erótica y sexual.
Alguien se lo debió haber contado. O, mejor aun, ella razonó unas cosas y repensó otras. El asunto no debió gustarle nada. No creo que Yani le haya hablado. No creo que ellas hayan vuelto a ser amigas.
La primera semana después de aquel sábado a la noche de cigarros y sexo, no vi a Belén. Ni nos hablamos por teléfono. Pasamos el primer fin de semana en un completo silencio afectivo. El asunto me extrañó un poco. Pasaron cuatro días más. El jueves a la mañana recibí un mensajito de texto en mi teléfono celular. Era Belén. Hablamos por teléfono en mi hora de almuerzo. Fue hermoso oír la voz de mi amada. Esa misma noche pasé por su casa. Pedimos comida china.
Sobremesa con café y susurros ásperos como el terciopelo. Hicimos el amor en su cama doble. Saboree su vagina con devoción. Ella subía y bajaba sus pequeños pero redondeados pechos en suspiros cada vez más hondos. Las piernas flexionadas. Calzaba zapatos stilettos color champagne que hacían juego con su desnudez. Contrastaban con su flequillo lacio y todo su cabello negro y largo derramado sobre la almohada por la cabeza echada hacia atrás. Cuando mi pene completamente erecto –y correctamente forrado- quedó atrapado entre su vulva, el taco altísimo y puntera afilada de su steletto derecho rasgaban con suavidad el costado de mi cola.
Eyaculé gloriosamente. Ella acabó en un gemido extenso y dulce. Quedamos dormidos. El uno abrazado al otro. En medio de la noche, me levanté, la saludé con un beso y me fui. Ella sólo atinó a pedir que dejara la puerta de cerrada pero sin llave. Luego ella se encargaría. Creí que estaba rendida. Terminé el resto de la noche en la cama de mi departamento. Al otro día, fui a la oficina feliz. Belén me volvió a llamar ese viernes por la noche. La atendí por el celular mientras cenaba. Fue una conversación llena de arrumacos verbales. Estaba cansada, me dijo. Yo también lo estaba. Quedamos para vernos al otro día, sábado, por la tarde.
Merendé con medialunas en casa y, tipo seis, estuve en el departamento de Belén. Me ofreció café. “No gracias”, dije. Nos sentamos junto a la mesa del comedor. La calefacción estaba muy fuerte. Charlábamos. Ella trajo una botella de whisky, dos vasos anchos de vidrio con hielo y unos chocolates. Cargó los vasos. Uno para mi otra para ella. Comimos lento chocolates. Tomamos. Lento. Ella se levantó y fue a la habitación. Volvió con una prenda de vestir que dejó sobre la mesa del comedor.
-Ponete esto, Jorge –dijo-.
Volvió al cuarto. Tomé la prenda. La observé. Conocía estos juegos. El asunto con Yani había quedado atrás, pensé. Sólo en el comedor me quité mi ropa hasta quedar completamente desnudo. Me fui subiendo la prenda por las piernas. Era un slip tipo boxer pero casi sin piernas negro de vinillo, de tiro alto, muy adherido al cuerpo. Me lo calcé hasta casi la cintura. Descalzo como estaba, caminé. Entré en el cuarto. La ventana estaba cerrada pero la persiana abierta. El cielo bordó. La ciudad encendía sus luces. Al costado de cama doble, Belén desnuda, solo calzada con sus stilettos color champagne. Me sonreía espléndida.
Apenas la registré. Sus muslos fuertes, su rodilla levemente flexionada, su brazo en jarra y mano sobre su cintura angosta, el bello oscuro en la intersección del sexo. Se dio vuelta. Se dejó caer sobre la cama. Boca arriba se apoyó sobre los codos. Avancé. Me incliné directo a meter mis labios entre sus piernas.
Pero ella juntó las rodillas. Me topé con sus pantorrillas. Las levantó un poco. Y allí estaban ellos. Hice lo que ella quería. Con cuidado, besé la piel de sus empeines tensos y perfectos. Besé y lamí con ganas el triangulo de la puntera afilada de los stilettos en tono amarillento apenas oscuros apenas brillantes siempre sedosos.
Cuando quise avanzar, ella me detuvo con sus manos en mi rostro. Salió de la cama.  abrió su ropero. Su cola redondeada, algo ancha y bien levantada me recordó lo alzado que estaba mi pene. Me observé. La erección estaba contenida por el boxer casi sin piernas de vinillo. Cuando volví la vista. Belén había dejado unas medias de nylon con ligas elásticas y un par de botas de cuero negro. Me susurró algo al oído.
Loco de excitación, me puse ambas medias y luego las botas. A una indicación de ella, me pare puse pie junto a la cama con los talones juntos. El boxer se me había metido entre la cola y me dejaba la mitad de las nalgas al aire. Las ligas de las medias me llegaban casi a la juntura del sexo. Las botas cubrían la mitad de mis muslos.
Ella volvió al ropero. Arrojó mas cosas sobre la cama. Un corset, una campera torerita, guantes largos, una pollera tubo de cuero y hasta una capucha de catwoman. ¿Acaso ella se iba a cambiar los stilettos?, me pregunté. Pero no. Lo sabía. La última vez que habíamos hecho algo así, hacía años, el asunto había tenido un costo afectivo muy alto.
Quizás, aun estaba molesta por lo de Yani. Y detrás de eso, supuse algo peor. Mis muslos estaban tensos. Mi cola levantada. Estaba asombrado. Comenzaba sentirme sexy.  Pero ella decidió no correr riesgos.

CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/08/ropa-de-invierno.html

martes, 12 de junio de 2012

Los Requegna

Belén tuvo razón aquella noche. Después de que pasó su menstruación y ella comenzó a ovular, fui completamente suyo. Me enamoré. Y en mis recuerdos, los sentimientos de lo que me hizo Sheyla aquella noche cambiaron por completo (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/05/amor-primera-sangre.html ). Belén también se enamoró de mí. Pero yo fui devoto de su placer. Mi deseo fue a la saga del suyo. Ella podía hacer lo que quisiera conmigo.
Durante los seis años que estuve de novio con ella, Belén pudo pellizcarme en la cola o en donde quisiera. Belén podía atarme por los talones y con las muñecas a la espalda. Desnudarme o ponerme la ropa sexy que ella quisiera. Mi pene siempre estaría alzado para ella. A su vez, yo nunca olvidaré su hermosísima figura. Sus muslos fuertes. Su cola bien redondeada, un poquitín ancha, y su cintura afinada. Sus botas. Altas o bucaneras o cortas, de taco alto, de puntera aguda. Su cabello largo lacio, su flequillo sobre la frente. Su pancita apenas escapada del botón de la cintura elastizada. Sus pechos de tamaño discreto pero también redondeados.
Belu siempre podía tenerme agarrado de los testículos. Si clavaba sus ojos oscuros en los míos y usaba guantes negros, mejor. Salíamos a la noche. O la pasábamos en su departamento (mucho más grande y equipado que el mío) o ella se quedaba a dormir en mi cama. Así era nuestro primer año de noviazgo. Íbamos a cenas, al cine, a bailar. Con amigos o solos. Algunos sabían el tipo de relación que llevábamos. Otros no. Pero no nos importaba. Y si surgía algún problema, sabríamos como arreglarlo. Es decir, ella sabía.
En una oportunidad, fuimos a una cena en un restaurante de Barrio Norte con mis compañeros de oficina. En medio de la cena sentí la presión de un zapato en mi pantorrilla. Sólo se me ocurrió pensar que se trataba de una provocación erótica de Belén. Comencé a mirarla con deseo y hasta la acaricié un poco. Ella, a mi lado permaneció inmutable. Estaba demasiado ocupada en su plato de trucha con champiñones.
Yo insistí. Porque así también sentía la presión sobre mi pantorrilla. La mesa bullía en conversaciones cruzadas. Belén me echo una mirada fija y tediosa. Apartó mis manos de ella. Fastidiada, desatendió su comida. Con toda discreción, me desabrochó en cinturón, luego el ganchito de mi pantalón de vestir. Bajó el cierre relámpago con cuidado.
No entendía qué pasaba. Pero quedé paralizado. Con los brazos al costado. Totalmente a su disposición. Ella, delante de los distraídos comensales, me estiró el elástico boxer negro y, con el tenedor de la trucha y los champiñones, sacó mis testículos y mi pene, ya erecto, afuera. El asunto hubiera pasado de largo para el resto de la mesa si no hubiera sido porque alguien estalló en una carcajada. Su estruendo fue tan fuerte que todos hicieron silencio. Primero lo observaron a él. Luego, a lo que él observaba. Y eso era lo que Belén estaba haciéndome. Yo caí de mi éxtasis y miré perplejo al hombre que se reía. Era Requegna. Trabajaba conmigo en la oficina. Sabía el tipo de relación amorosa que yo mantenía. Los rumores me decían que habitualmente se burlaba de mí a mis espaldas. Esa noche estaba sentado, junto a su esposa, frente a mí. Era el único que podía estirar la pierna y presionar mi pantorrilla con su zapato. Bajé la vista en un suspiro. Me avergoncé.
Lo único que se merecía Requegna era que le arrancarán la rótula de una patada. Pero yo no tenía fuerzas para eso. Belén, que tenía botas adecuadas para eso, decidió otra cosa. Se puso de pie. Su short negro quedó a la altura de mi cabeza. La redondez de su cola se delineaba en un perfil perfecto. En los muslos llevaba medias de nylon oscuras.
-No te rías de Jorge –por mí- porque voy a contar lo tuyo delante de todos tus compañeros –le gritó enfurecida a Requegna-.
-¿Qué es lo mio? –replicó él en el mismo tono-.
-Lo de tu amante –dijo Belén e hizo una mueca-. Nunca debiste haberme provocado –gruñó Belén-.
La esposa de Requegna, una rubia, joven y acicalada, se enfureció aun más que él.
-Callate la boca, puta de pizzería. Todo el mundo sabe quien es mi marido. No deberías estar sentada entre nosotros.
Los esposos Requegna se besaron largamente en los labios. Belén calló y se sentó. Como si nada hubiera pasado. Parecía abatida. Yo, cabizbajo, solo atiné a abrocharme la ropa. Volvió el bullicio de las conversaciones cruzadas. Pero nadie volvió a hablarnos ni a Belén ni a mí en toda la noche. Mi propia novia se mostró distante conmigo. Solo en la quietud del taxi de vuelta, nos rozamos las bocas. Fue todo.

Requegna no tenía ninguna amante. En la oficina lo conocíamos. Antes de aquella noche, Belén no había visto a Requegna en su vida. Nunca entendí por qué ella había inventado un disparate como ese. Sin embargo, entendí claramente cual era el sentido de su maldición. “Nunca debiste haberme provocado”, había proclamado. Belu debía tener algún poder especial. O algo así. Porque los esposos Requegna se separaron a la semana. Atravesaron un difícil juicio de divorcio y la fabulosa cuenta que Requegna mantenía en el banco Miltland, desapareció en el pago a las gestiones de los abogados de ambos conyugues. Algo parecido sucedió un pequeño cúmulo de estratégicas acciones empresarias con las que Requegna pensaba especular en la próxima crisis económica. También se desvaneció el sueño de Requegna de tener dos pequeños herederos con su atildada princesa rubia.
La siguiente reunión pública con mis compañeros de fue una tarde en verano. Pasado el año nuevo. Nos encontramos a tomar cerveza tirada con picada en un bar de las afueras de la ciudad. En San Isidro, en las mesas afuera que el local tenía sobre un pequeño parque cerca de la Catedral. Esta vez nadie insultó a Belu. Ni nadie se rió de mí. Aun más, todos aceptaron el juego erótico que propuso mi novia cuando sobre la mesa larga las jarras de cerveza comenzaban a quedar vacías, las tablas a escasear de alimentos salados y el horizonte comenzaba a enrojecer.
Era nuestra reivindicación como pareja. Hay que reconocerlo, nosotros eramos una pareja muy particular.