martes, 12 de junio de 2012

Los Requegna

Belén tuvo razón aquella noche. Después de que pasó su menstruación y ella comenzó a ovular, fui completamente suyo. Me enamoré. Y en mis recuerdos, los sentimientos de lo que me hizo Sheyla aquella noche cambiaron por completo (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com.ar/2012/05/amor-primera-sangre.html ). Belén también se enamoró de mí. Pero yo fui devoto de su placer. Mi deseo fue a la saga del suyo. Ella podía hacer lo que quisiera conmigo.
Durante los seis años que estuve de novio con ella, Belén pudo pellizcarme en la cola o en donde quisiera. Belén podía atarme por los talones y con las muñecas a la espalda. Desnudarme o ponerme la ropa sexy que ella quisiera. Mi pene siempre estaría alzado para ella. A su vez, yo nunca olvidaré su hermosísima figura. Sus muslos fuertes. Su cola bien redondeada, un poquitín ancha, y su cintura afinada. Sus botas. Altas o bucaneras o cortas, de taco alto, de puntera aguda. Su cabello largo lacio, su flequillo sobre la frente. Su pancita apenas escapada del botón de la cintura elastizada. Sus pechos de tamaño discreto pero también redondeados.
Belu siempre podía tenerme agarrado de los testículos. Si clavaba sus ojos oscuros en los míos y usaba guantes negros, mejor. Salíamos a la noche. O la pasábamos en su departamento (mucho más grande y equipado que el mío) o ella se quedaba a dormir en mi cama. Así era nuestro primer año de noviazgo. Íbamos a cenas, al cine, a bailar. Con amigos o solos. Algunos sabían el tipo de relación que llevábamos. Otros no. Pero no nos importaba. Y si surgía algún problema, sabríamos como arreglarlo. Es decir, ella sabía.
En una oportunidad, fuimos a una cena en un restaurante de Barrio Norte con mis compañeros de oficina. En medio de la cena sentí la presión de un zapato en mi pantorrilla. Sólo se me ocurrió pensar que se trataba de una provocación erótica de Belén. Comencé a mirarla con deseo y hasta la acaricié un poco. Ella, a mi lado permaneció inmutable. Estaba demasiado ocupada en su plato de trucha con champiñones.
Yo insistí. Porque así también sentía la presión sobre mi pantorrilla. La mesa bullía en conversaciones cruzadas. Belén me echo una mirada fija y tediosa. Apartó mis manos de ella. Fastidiada, desatendió su comida. Con toda discreción, me desabrochó en cinturón, luego el ganchito de mi pantalón de vestir. Bajó el cierre relámpago con cuidado.
No entendía qué pasaba. Pero quedé paralizado. Con los brazos al costado. Totalmente a su disposición. Ella, delante de los distraídos comensales, me estiró el elástico boxer negro y, con el tenedor de la trucha y los champiñones, sacó mis testículos y mi pene, ya erecto, afuera. El asunto hubiera pasado de largo para el resto de la mesa si no hubiera sido porque alguien estalló en una carcajada. Su estruendo fue tan fuerte que todos hicieron silencio. Primero lo observaron a él. Luego, a lo que él observaba. Y eso era lo que Belén estaba haciéndome. Yo caí de mi éxtasis y miré perplejo al hombre que se reía. Era Requegna. Trabajaba conmigo en la oficina. Sabía el tipo de relación amorosa que yo mantenía. Los rumores me decían que habitualmente se burlaba de mí a mis espaldas. Esa noche estaba sentado, junto a su esposa, frente a mí. Era el único que podía estirar la pierna y presionar mi pantorrilla con su zapato. Bajé la vista en un suspiro. Me avergoncé.
Lo único que se merecía Requegna era que le arrancarán la rótula de una patada. Pero yo no tenía fuerzas para eso. Belén, que tenía botas adecuadas para eso, decidió otra cosa. Se puso de pie. Su short negro quedó a la altura de mi cabeza. La redondez de su cola se delineaba en un perfil perfecto. En los muslos llevaba medias de nylon oscuras.
-No te rías de Jorge –por mí- porque voy a contar lo tuyo delante de todos tus compañeros –le gritó enfurecida a Requegna-.
-¿Qué es lo mio? –replicó él en el mismo tono-.
-Lo de tu amante –dijo Belén e hizo una mueca-. Nunca debiste haberme provocado –gruñó Belén-.
La esposa de Requegna, una rubia, joven y acicalada, se enfureció aun más que él.
-Callate la boca, puta de pizzería. Todo el mundo sabe quien es mi marido. No deberías estar sentada entre nosotros.
Los esposos Requegna se besaron largamente en los labios. Belén calló y se sentó. Como si nada hubiera pasado. Parecía abatida. Yo, cabizbajo, solo atiné a abrocharme la ropa. Volvió el bullicio de las conversaciones cruzadas. Pero nadie volvió a hablarnos ni a Belén ni a mí en toda la noche. Mi propia novia se mostró distante conmigo. Solo en la quietud del taxi de vuelta, nos rozamos las bocas. Fue todo.

Requegna no tenía ninguna amante. En la oficina lo conocíamos. Antes de aquella noche, Belén no había visto a Requegna en su vida. Nunca entendí por qué ella había inventado un disparate como ese. Sin embargo, entendí claramente cual era el sentido de su maldición. “Nunca debiste haberme provocado”, había proclamado. Belu debía tener algún poder especial. O algo así. Porque los esposos Requegna se separaron a la semana. Atravesaron un difícil juicio de divorcio y la fabulosa cuenta que Requegna mantenía en el banco Miltland, desapareció en el pago a las gestiones de los abogados de ambos conyugues. Algo parecido sucedió un pequeño cúmulo de estratégicas acciones empresarias con las que Requegna pensaba especular en la próxima crisis económica. También se desvaneció el sueño de Requegna de tener dos pequeños herederos con su atildada princesa rubia.
La siguiente reunión pública con mis compañeros de fue una tarde en verano. Pasado el año nuevo. Nos encontramos a tomar cerveza tirada con picada en un bar de las afueras de la ciudad. En San Isidro, en las mesas afuera que el local tenía sobre un pequeño parque cerca de la Catedral. Esta vez nadie insultó a Belu. Ni nadie se rió de mí. Aun más, todos aceptaron el juego erótico que propuso mi novia cuando sobre la mesa larga las jarras de cerveza comenzaban a quedar vacías, las tablas a escasear de alimentos salados y el horizonte comenzaba a enrojecer.
Era nuestra reivindicación como pareja. Hay que reconocerlo, nosotros eramos una pareja muy particular.

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