lunes, 31 de octubre de 2011

El pollo al horno espera


Trato de no mezclar los temas. Una cosa son mis hijos, Andrés y Cecilia, y otra un culo hermoso de mujer. Sin embargo, aquella noche cuando llegué al departamento me costó sostenerle la mirada a los chicos. Ellos empezaron. Andresito casi no me saludó. Tenía la mirada esquiva. Cuatro años. Sospeché. No pude evitarlo. Etna me recibió con un abrazo de jogging, pantuflas blancas de entrecasa y un beso en los labios. Aun faltaba la cena aunque ya había un pollo en el horno.
Me metí en la cocina y me puse a lavar algunos platos y cubiertos que estaban en la pileta. Etna también trabaja. Incluso gana más que yo. Me quedé solo entre canilla abierta y el detergente. Cuando levanté la vista, allí estaba ella. Mi otra mujer. Ceci. Seis años.
-Papi. Papá –llamó-.
-¿Qué, hija? Decime –yo sin mirarla-.
Me volví hacia ella. Llevaba unos pantaloncitos holgados y unas guillerminas. Me agaché. Nos miramos. Era amorosa. La abracé y la alcé. No sin cierto esfuerzo. Cuando la tuve arriba juno a mi rostro advertí la tranquila seriedad en sus ojos. Su cabello demasiado fino. Demasiado largo. Demasiado suave. Caía sobre mi mano en su espalda.
-Papá...
-Qué –la interrumpí-.
-Vos –hizo un silencio- ¿estuviste con otra?
Me hubiera reído si no hubiera sido porque en mi mente apareció la rubia, Sandra Pasadella y sus ojos celeste lavado a lo Madonna (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Ceci tuvo algo de piedad. Su boquita finita sonrió un poco. Así y todo se me erizó el espinazo. Una horda de aire caliente subió desde el fondo de mis pulmones. Tarde un tiempo en reaccionar. Ella abrió más los ojos pero bajó un poco la vista y puso sus deditos en el borde de sus labios.
-Sí –dije como pude-. Con tu madre.
Quedó pensativa. Aproveché para bajarla de mis brazos. A pasitos lentos salió de la cocina. Fui paciente. Luego respiré. Me sequé las manos. Aun me no había cambiado. Salí de allí. Ciego atravesé el living y me metí en el cuarto. Me senté sobre la cama de dos plazas. Me quité la camisa, zapatos, pantalón, hasta las medias. Me puse una remera y un jean gastado. Calcé los pies en las alpargatas.
Entró Etna. Hundió una rodilla en la cama. Su delicada mano acarició mi rostro. La observé. El silencio me intranquilizó. Decidí avanzar. La abracé fuerte por la cintura y la arrojé sobre la cama. Yo encima. Levanté la remera amarilla y la besé fuerte en el ombligo. Como otras veces había hecho. Ella estalló en una carcajada. Fue la piedra libre. Bajé por su vientre. Presionaba fuerte con mis labios. La humedad de  mi boca las marcas estriadas de la maternidad.
Casi la mordí cuando llegué al cordón flojo del pantalón jogging. Lo bajé con la barbilla de la línea de la cintura. Llegué al elástico fino de la tanga. Suave, fui descorriendo su límite hacia abajo con mis dedos. Con la punta de la lengua comencé el sendero que conduce a la vagina. Sentí el suspiro de ella. Eso me animó a seguir. Se bello de mujer se entreveraba con mi barba candado. Podía sentir el sonido entrelazado en la piel. Me perdía. Me impregnaba ese perfume tibio que había sentido en subte junto a Sandra.
Con fuerza. Etna me apartó la cabeza con las manos.
-Pará –susurró-. El pollo en el horno. Los chicos esperan.
Me dejé caer boca arriba en la cama junto a ella.
-Andresito está misterioso –dijo pensativa-. ¿Será que perciben algo los chicos?
Me levanté de golpe. Salimos de la habitación.

Los cuatro nos sentamos a cenar alrededor de la mesa rectangular del living. El pollo, los tomates y la lechuga, cortadito para los chicos. La tele encendida. La tele apagada. Sonó el celular de Etna. Lo tomó y lo miró. Lo apagó. Lo largó a un costado.


Los chicos comían o hablaban entre ellos o no se qué.
Ella me miró al rostro.
Las pupilas dulce de leche de Etna brillaban. Su cabello largo crespo, levemente ondeado y ondeado del todo en las puntas. Rojizo.
-El auditor que sigue el caso Mitland S.A. –dijo Etna-, por la manipulación con las acciones. Todo el día con eso. Marcos: hoy tuve un día fatal.

martes, 25 de octubre de 2011

Los pelos de la nuca

Buenas botas. Buen jean. Buen calce. Una chica a la moda. Yo de la vieja escuela. Todavía me fijo en esas cosas. El día caluroso aun resplandecía a través de los vidrios. Ella pasó junto a mi mesa en el pequeño bar de de la calle Bulnes, en Palermo. Siguió camino. Se decidió por un lugar cerca del mostrador. Tendría veintipico. Aun de pie, acomodó su cartera en el respaldo de la silla. Sobre su mesa deslizó un cuaderno oficio de espiral. Se sentó.

            Pagué al mozo el café con leche y las medialunas, hace rato terminados. Propina incluida. Cerré mi libro y la observé a ella. Creo que me percibió. Me levanté y fui hasta su mesa. Me acomodé con cuidado en una silla frente a ella. Sus ojos negros brillaban para mi. Una sonrisa en sus labios. Mejillas redondeadas.
-Venís de la clase –avancé a ciegas-.
Asintió.
-Espero a una amiga –dijo-. Pero quizás baje al baño ahora.
Se levantó. La mesa quedó a la mitad de los muslos. El tiro bajo del pantalón se advertía por entre las transparencias de la blusa en un tono violeta muy claro. El jean ajustaba pero no apretaba. Desde los costados de la cadera los pliegues iban hacia el ángulo de su sexo.
Dio unos pasos, Su cabello largo y levemente ondeado casi me acarició. Aun más lo hizo su dedo índice sobre la camisa, en mi hombro, hasta rozar el cuello. Pasó a la espalda. Yo aun sentado, giré la cabeza. No era delgada. Sus muslos y su cola redondea eran fuertes. Su cintura se angostaba. Botas de caña alta color beige. Sin tacos. Me levanté tras ella. La seguí hasta la escalera que bajaba a los baños. Pasamos junto a los vidrios que daban a la calle. La tarde madura resplandecía en su mejor frescura.
La escalera en la penumbra. Ya en el pasillo ella se detuvo. Apoyó su espalda contra la pared. La abracé. Pasé mis manos por debajo de blusa violeta clara. Ella miró para un costado. La puerta del baño de varones estaba abierta. Desde adentro, un espejo nos devolvía la imagen a lo lejos. Una curiosidad nos convocó. Yo comencé a caminar lento hacia la apertura. Se sentían suaves sus botas. Entramos al cuarto de baño. Era pequeño. No había nadie. Dos mingitorios al costado. Un poco más lejos la puerta al habitáculo del inodoro. Frente a nosotros, sobre el lavabo, el espejo con nuestra imagen bajo el resplandor tenue de una lamparita. Yo en el centro. Ella, con sus mejillas morenas encendidas pero con sus ojos negros, calmos y su cabello azabache recostado sobre mi hombro. Era extraño. Era agradable. Sacó una tarjeta, quizás de alguno de los bolsillos del jean. La raspó con suavidad por mi rostro.
-Todavía no sabe como me llamo. Ni quien soy –susurró-. Estudio en la facultad universidad. Pero además trabajo de artista –continuó-.
Observó mi rostro por el espejo. Sus labios sonreían. Bajó su mano con la tarjeta de cartón hasta la altura de mi cinturón. Aun la deslizó sobre el pantalón de vestir. Tanteó la ingle. Sobre el bulto bajó la cremallera. Accedió a mi interior con facilidad. Frotó un poco. Sentí una caricia. Un suavidad que se esparció hasta en los pelitos de la nuca. Pudo inmiscuir sus dedos y estirar un poco el elástico del boxer elastizado. Dejó allí enganchada su tarjeta. En la penumbra del baño público de un bar de Palermo. En la oscuridad de mi interior. El pene se puso tieso. Ella lo sabía.
-Tendrías que afeitarte –dijo-.
No era muy alta. Desde la altura de mi hombro, observó mi rostro con dulzura. Y yo el suyo de manzanita morena. Deliciosa. Me toco el ombligo velludo por debajo de la camisa. Nuevamente hasta los pelos de la nuca.
Salió. Los pasos de sus botas altas marrón claro se alejaron por el pasillo. Volví a mirarme al espejo. Pasé un tiempo así. La barba rasante pero canosa desmentía el teñido oscuro de mis ralos cabellos lacios. Cincuenta y cuatro años. Sólo. Sin hijos. Profesor decano adjunto de Historia y Tecnología. Me desabroché el cinturón. Saqué la tarjeta que había dejado la chica. Leí. “Silvina Mancuso”. Una dirección. Un teléfono. “Fotógrafa”. Vi mi expresión de extrañeza en el espejo. 
Mi libro y la carpeta de cuero. Habían quedado abandonados en la mesa, arriba. Me abroché el pantalón. Corrí por el pasillo y luego escaleras arriba. Algunas otras mesas estaban ocupadas. Fui a la que yo había estado. Redonda como siempre. Vacía. Por completo. Levanté la vista. La mesa de “Silvina”. Vacía también.   
La hélice de oro, de Arthur Kornberg. Ese era el libro. Lo lamenté. Se acercó el mozo del bar. Me alcanzó la carpeta de cuero.
-Esto lo encontré yo en su mesa. Creí que se había ido.
-Gracias. ¿No había también un libro de tapa azul? –le dije el título-.
El hombre pensó un instante. Se dio vuelta y mira la mesa  -vacía- cercana al mostrador.
-Estaba en la mesa de las chicas. Después vino otra chica y se fueron. Ah, sí. El libro. Lo tenía la morocha de pelo negro largo. Claro, si. Ella me dijo que le avisara, que ella se lo alcanzaría. Que la llamara.
Me debía haber puesto blanco. Le agradecí. Salí lento y avejentado.
Fui a mi trabajo. La clase no estuvo mal. Hubo avances. Llamé a Silvina por el celular para que me devuelva La hélice dorada. Su voz era lenta y cálida. Me dijo que era amiga de Yanina Gonzaga. Alumna mía. UBA. Comencé a transpirar en la espalda.
Insistió en que yo le había parecido un hombre interesante. Quedamos en que iría a su departamento a buscar el libro.
-Venga sin afeitar. Si quiere –invitó-.
Miré la tarjeta de cartón. Aun estaba en Palermo. Era de noche. Había refrescado. Un poco.

CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2012/02/la-helice-de-oro.html

lunes, 17 de octubre de 2011

Dorada


El resto de la noche me resultaba lejano. Estaba harto. Me levanté de un golpe de la cama doble. Me quité el pañuelo de seda de los ojos. Miré a mi alrededor. La habitación pintada por la luz ambarina de los veladores. Apoyada sobre su costado, despierta y con la cabeza levantada, Belu me observaba desde la otra punta del lecho. Estábamos solos.
Me puse de pie, no sin sentir cierta tirantez en la ingle, en los tobillos, en las axilas.
-Me voy a mi casa –proclamé-.
Ella no se inmutó. Hice unos pasos a una velocidad que no esperaba de mi ya tan entrada la madrugada. Cuando había atravesado la puerta que daba al living, me volví hacia la habitación. Belu dijo:
-Suerte que sos delgado, Jorge. Tenés buen cuerpo, amor mío.
Hice un gesto de extrañeza.
-Si pensás salir así a la calle –retomó ella-, no te vas a ver mal.
Caí en la cuenta. Bajé la vista y desde la punta de mis pies hacia arriba me registré con la mirada. Tomé mi cabeza con las manos. Mi cabello corto y oscuro estaba en orden. Pero en mis manos tenía guantes cortos y negros.
En los pies calzaba botas cortas acordonadas, tipo borseguíes con plataforma. Mis piernas estaban desnudas y conservaban –por suerte- el bello masculino. Arriba de los muslos, mi sexo estaba envuelto en una tanga de tiro alto de látex negro y brillante.  En lugar de la camisa con la que había llegado –me parecía, hacía un siglo- llevaba puesta una ajustada remera pupera sin mangas gris oscuro.
¿Cuándo me había puesto este atuendo? O mejor, ¿quién me lo había puesto? ¿Cuanto tiempo había dormido? ¿Había dormido? ¿Qué hora de la madrugada era? ¿Amanecería alguna vez? Con mi mano enguantada me tantee la cola. La tanga era cavada y se había escabullido entre mis nalgas. Suerte que soy delgado, había dicho Belu, mi amada Belén, con su mirada bajo el flequillo. Volví la vista al living con la intención de retomar mi idea de abandonar esa larga noche de sábado. Apenas dí un paso más –bastante inseguro, por cierto- la delgada Yani salió a mi encuentro. Los muebles del living habían sido movidos. El centro estaba libre. El parquet brillaba sin su mesita ratona. Sólo un sillón.
Yani estaba vestida como la había dejado, hacía cuánto tiempo, en la habitación (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/delgada-e-inocente.html ): Botas altas y puntiagudas, tanga cavada –igual que la mía-, corpiño de látex negro sobre sus pezones. Por su puesto, su inolvidable cabello corto peinado carré, su mirada chispeante de nena, su nariz recta, sus labios pura sonrisa. Con delicadeza me tomó del brazo y me ubicó en el living, en frente del sillón. Suspiré.
-Antes de seguir, quiero ir al baño –pedí-.
-Dale, anda.
Me encerré en el cuarto de baño.  Frente al inodoro, me bajé la ajustada tanga no sin dificultad. Oriné dorado. Me limpié. Me volví a subir la prenda. Evité el espejo. Antes de volver, dude. Me observé nuevamente de pie a cabeza. Sentí el estomago crispado. Volví al living.
Belu estaba ahora junto a Yani. Me detuve donde mi indicaron. Junté los tobillos con obediencia. Ambas se agacharon y me ataron por sobre las botitas con una gruesa cinta de embalaje. Se pusieron de pie y me observaron. Belu llevaba calzas negras y botitas cortas y redondeadas de taco, plataforma y tachas plateadas rodeaban el calzado. Me erguí. Saqué cola y pecho. Las chicas sonrieron sonrieron.
MI bulto estaba pequeño. Belu me pellizcó en la nalga. Yani se acercó. Con mis guantes toqué suave su delgado ombligo. Bajé con mi dedo índice al elástico de su tanga. Ella ahogó una risita. Belu volvió a pellizcarme. Hice un leve gesto de dolor. Los tres observamos con el látex en mi entrepierna comenzaba a inflarse.
Con un fino cordón me ataron a la cintura una cigarrera dorada que, sin ajustar, quedó justo sobre mi bulto de látex. Otra vez, no pude evitar volver en mi mente a aquella noche en que Yani y yo nos habíamos entendido en la complicidad de pasiones ajenas. Ahora comenzaba a entender el asunto de la promesa a Yani. Sin embargo, aun no entendía por qué no me habían atado los brazos a la espalda, como aquella otra noche de sábado en grupo (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/06/el-tabaco-puede-marear.html ). Ahora sólo quedábamos tres. ¿Cuándo se había ido el resto? A mi costado había una jarra transparente con agua fresca junto a un gran jarro vacío de metal.

Belu abrió la cigarrera y Yani tomó dos cigarros, uno para cada una. Con el tabaco entre los labios, Belu los prendió con un encendedor plateado. Ambas fumaban. 
Yo tenía las manos libres. Tomé un cigarro y me lo puse en la boca. En lugar de encenderlo, Belu pasó su mano por debajo de la cigarrera. Arrugó punzante, con los dedos índice y pulgar, el sedoso látex que cubría mis testículos. Quedé quieto. Con el resto de la mano tiró hacia abajo. Atado por los tobillos como estaba, las chicas me hicieron agachar después de la primera bocanada de humo.
Yani me quitó el cigarro y lo arrojó. Belu me miró con desdén bajo su flequillo. Parecían felices. Y como para no. Yani volvía a comenzar su noche. Miré a los ojos a Belu. Ella me tomó por las mandíbulas. Presionó. Abrió mi boca, grande y redonda. 

CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/11/cigarros-para-yani.html

lunes, 3 de octubre de 2011

Delgada e inocente

Yanina Gonzaga. Una chica de veintipico casi treinta, a punto de recibirse de licenciada en computación, con un cargo que ya la acostumbró a resolver complejos problemas matemáticos sobre seguridad informática internacional. Sin embargo, los fines de semana, con una cierta medida de agua vegetal, se vuelve una nena con ganas de jugar. Inocente pero con una sexualidad que la rebalsa.  Así es Yani. Puede sorprender con poco. Lo  acababa de hacer con sus deliciosos pezones (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/09/sin-corselete.html ).
Como fuere, chicas, ya lo saben. Si quieren tener a un tipo a sus pies y sacarle lo que quieran, deben poner su pene desnudo, alzado y con la cabeza pelada sobre su estómago. Es preferible que el hombre este de pie. En esas condiciones, él entregará lo que sea. Y con gusto. Lo digo por experiencia. Yani me tenía de ese modo contra la pared de la habitación de la cama doble, aquel sábado en que me había incitado a abandonar el grupo y el sonido acompasado del jazz que se desarrollaba en el living contiguo, alrededor de la mesita ratona.
Aquí estábamos, la chica delgada con su torso desnudo, sus jeans grises. Arrodillada frente a mi pene. Su dedo índice, lo sostenía alzado contra mi estómago. Lo observaba. Yo no hacía más que respirar hondo y lento. Ella acercó tanto su rostro que su cabello negro corto carré tintineaba sobre mi piel inflamada y colorada. Casi lo iba a besar. En el abismo de mi suspiro.
Hubiera entregado todo. Hubiera obedecido lo que Yani me hubiera pedido, si no fuera porque se abrió la puerta del cuarto. Entró Belén. Mi amada novia Belu.
Sin dejar de sostener el pene con su dedo índice, Yani se puso de pie y miró a la recién llegada. Belu se acercó moviendo lento sus piernas de calzas negras y botitas cortas y redondeadas de taco y plataforma.
-Lo conseguiste, Yani –dijo-.
La otra asintió con la cabeza.
-Pero no como acordamos –agregó Belu-. No para que hicieras esto con Jorgito.
-¡Por qué! ¡Qué decís! –se quejó caprichosa-. Vos interrumpiste. Siempre me pasa lo mismo. Quiero lo que me prometieron.
Atemorizado, excitado e inmóvil, recordé la promesa que no llegué a escuchar hacía un par de sábados, la noche de fumadores (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/06/el-tabaco-puede-marear.html ).
Ambas me miraron el rostro, luego bajaron la vista. Mi pene seguía erecto y presionado contra el estómago. Mis testículos, entre el vello, estaban tensos en su máxima redondez.
-Lo arreglaremos. Volveremos a fumar.
-¡Ufa! –se quejó Yani-.
-Tonta, esta vez te convido. Completarás la faena. Cambiate de ropa.
Del costado de la cama, Belu alcanzó una bolsa grande cuadrada de papel. La abrió sobre la colcha y sacó unas prendas pequeñas. Yani se entusiasmó. Me soltó de su dedo índice. Tieso, mi pene cayó y rebotó suave hasta quedar horizontal. Ambas rieron un poco.
Yani se quitó el pantalón gris y las chatitas. Cuando estuvo desnuda, tomó una de las prendas sobre la cama, y comenzó a calzársela por las piernas. Una tanga de tiro alto de látex negro que me resultaba familiar de la noche en que, juntos, fuimos cómplices de pasiones ajenas.
Yani se puso de espaldas a mi. Las piernas eran muy delgadas. Su cola angosta pero levantada. Apenas tironeo en la cintura y los elásticos del látex se escabulleron entre las nalgas. Con ayuda de Belu, se puso el corpiño negro del mismo material. Se encorvó un poco y se calzó unas botas altas de puntera afilada. Se volvió hacia mi y me miró a los ojos con una sonrisa siempre inocente. Parecía cómoda.
Por fin, se agachó delante mío. Con sus manos tomó mi pene, que había decaído un poco, y comenzó a sobarlo lento con la boca. Un enorme relajo se apoderó de mi.
Belu me separó de la pared y me acarició el cuello y los hombros. Se colocó a mi espalda. Sentí sus dedos. Bajé la vista. Yani movía la cabeza acompasada. Fue lo último que vi. Un pañuelo de seda sobre mis ojos. La caricia suave de Belu sobre el vientre. Y mientras mi conciencia se desvanecía sobre la cama, Belu me susurraba:
 -Jorge, amor de mi vida, vos también tenés que cambiarte de ropa.
Sólo una tenue trompeta de jazz. La puerta del cuarto se había abierto. Me preguntaba qué hora de la madrugada sería. Qué habría pasado con los chicos del living y la mesita ratona. Creo que se lo dije a Belu. Unos ruidos de madera. Quizás en el living. Ninguna voz.    

CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/dorada.html