lunes, 26 de marzo de 2012

Una incursión

Len supo cómo arroparme entre sus brazos. Yo, en cambio, nunca pude brindarle a él el calor humano que él me dio. Me acostumbré a verlo seguido después de la oficina, en mi departamento o en el suyo. Él me ayudó a sobrellevar la congoja de la ausencia de Belén, sobre todo cuando llovía y no había muchas posibilidades de salir a ningún lado. Len siempre tenía unas palabras. Su argumentación se basaba en la idea de que yo era exagerado y que no era para tanto. Belén había sido mi novia durante seis años año pero, sin embargo, creo que algo de razón tenía.
Todo en la oficina en donde me recordaba a Belu. Por lo que trataba de pasar la jornada laboral en la más completa indolencia. Sin embargo, una tarde llegué cabizbajo a lo de Len porque una chica del trabajo me había dicho algo lindo y eso me había recordado lo lejos que estaba del reinado de las mujeres. Me senté en el sofá de dos plazas y le conté el asunto. Él me habló con una cadencia grave y suave. Sin apuro, me desabrochó el botón del pantalón y bajo la cremallera. Len siempre tenía la caricia adecuada. Deslizó su mano amplia por debajo de mi boxer elastizado y cubrió por completo mi zona genital. Sin apretar, contuvo mi alicaído pene y mis testículos. Esa mano de verdadero hombre me infundía la vitalidad y la seguridad que necesitaba. Sin embargo, lo último que deseaba en ese momento era tener una erección. Quería poder sentir por el tiempo que fuere la tranquilidad y la calidez de su tacto.
Len me quería mucho. Pero era un tipo eróticamente generoso. Nos acostumbramos a salir juntos. Los sábados, los viernes y, a veces, los jueves. Yo me enfundaba unos pantalones de cuero, que no ajustaban pero le daban una forma atractiva a mi cintura, a mis muslos, a mi bulto, nos metíamos en el asiento trasero de un taxi e íbamos a un pub del microcentro de la ciudad, en la calle Reconquista. La primera vez hicimos ese viaje, me dijo:
-Vamos a ver a los chicos del club.    
Conocía a los chicos del club. Sin embargo, esa sería la presentación de mi incursión en el país de la homosexualidad masculina.
El país homosexual es una democracia en donde la tiranía belleza femenina ha sido desterrada. Si bien Len y yo practicábamos cierto fetichismo, en el país homosexual el tacto prima sobre lo visual. La igualdad entre los homosexuales masculinos está dada en que no existe el capital en la belleza ocular. Todos los hombres somos feos, en mayor o en menor medida. Solamente las mujeres ostentan el monopolio de la belleza. Las cosas eran distintas con la seducción entre masculinos. Un hombre podía atraer a otro por el tacto. Por la actitud cuerpo a  cuerpo. Libre entonces del yugo del capital de la belleza, el país homosexual fue para mi la tierra de la libertad.
Los chicos del club eran un grupo de gays que se reunían asiduamente en el pub de la calle Reconquista. Los había rubios, morochos, colorados, castaños morenos. Los había de vente, treinta y hasta cuarenta y poco de años de edad. Se conocían entre sí y, en uno u otro sector del boliche, el club podía contar con alrededor de veinte miembros. Estaban plagados de ademanes femeninos y les gustaba divertirse. Sin embargo, todos tenían un rasgo esencial de la masculinidad: la exterioridad. Los hombres tocan. Y los gays se tocan mucho. Y entre ellos. Se acarician y se aprietan, casi sin prejuicios con quienes poseen la ciudadanía. Era casi un saludo habitual que a mi, que había llegado allí de mano de Len como el mejor pasaporte, me tocaran la cola y me frotaran el pene por sobre mis pantalones cuero.
No tuve sexo con ninguno de los chicos. Sin embargo, con el correr de las salidas yo también aprendí a tocar con libertad y a provocar con caricias a cualquiera hombre que me interesase. Ellos se entusiasmaban con alguien nuevo. Eso me beneficiaba. Tanto es así que Len me propuso que, cuando fuéramos a la barra o al sector vip, yo me quitara los pantalones y me quedara solamente con un slip de látex negro que tan bien me quedaba y que dejaban la mitad de mis nalgas al aire. Eran noches calurosas. Con una camisa o una remera encima y mis infaltables borseguíes cortos con plataforma bastaría. La idea me gustó y la llevamos a la práctica. Me gustaba bailar y sentarme en una banqueta alta cerca de la barra vestido con pequeño slip de látex negro.   
La semidesnudez facilitaba aun más que los chicos me tocaran, sobre todo en la parte de adelante, si se decidían a frotarme el pene y a disfrutar de cómo crecía en tamaño. Pero aun si alguno optaba por hurgar con sus dedos en mi cola, y de paso, dejarme los elásticos del látex metidos entre las nalgas, nunca lo hacían de incógnito ni trataban de esconderse. Siempre sobrevenía una charla, por lo menos amistosa. El contacto entre hombres con nombres y apellidos era una parte fundamental del erotismo. De alguna manera, eso me reafirmó en mi deseo de tocar yo también y, entre caricias de aquí y allá, hacer nuevos amigos.
 Por cierto, algunos miembros del club eran reconocidos activistas en favor de los derechos civiles que corresponden a todos los miembros del país homosexual. Sin embargo, con todos sus amaneramientos y su festividad, los chicos eran sólo un sector en la territorialidad del país. Como decía Len, no todos son como ellos. Hay conspicuos caballeros, discretos, trajeados, con calvas que los distinguen de los que uno sólo se da cuenta de su homosexualidad, cuando besan descaradamente en los labios.
Una noche de jueves me había cansado de bailar semidesnudo y caminaba por el pub con un trago en la mano más o menos distraído. Vi a alguien de espaldas que llevaba puestos unos pantalones de cuero negro muy similares a los que yo usaba antes de tomar la costumbre del slip. Al igual que los míos, los de esta persona no eran una prenda ajustada pero le hacían una cola amanzanada. Se trataba de una cola redondeada, alzada y un poquitín ancha. Sus muslos eran fuertes. El pantalón también le afinaba un poco la cintura. Cuando la persona se dio vuelta, descubrí que sus mejillas coloradas también eran amanzanadas y que el cabello muy corto en la nuca, caía en una onda con gracia apenas echada a un costado en un flequillo casi sobre los ojos. Estaba claro. Era un mujer. Hasta tenía pechos. Era un mujer que me agradaba. Creo que charlaba con otra chica y un muchacho.
Fui a uno de los chicos del club y le pregunté quienes eran esos tres. Me dijo que no los conocía pero que a ella, la mujer amanzanada de los pantalones de cuero, la había visto una cuantas veces hacia unos meses.
Quedé pensativo un rato. Luego corrí hacia el guardarropas, pedí mis pantalones, me los puse, fui hacia Len que charlaba con unos amigos, y le dije que era tarde, que quería irme, que mañana yo debería ir a la oficina. Él advirtió cierta seriedad en mi y decidió venir conmigo.
En el taxi me propuso pasar por su casa y tomar un café. Acepté. No viajamos acurrucados entre nosotros, como otras veces en los taxis. Sin embargo, en la penumbra del asiento trasero del taxi, me prometí que esa misma noche le daría a Len lo que él se merecía de mi.

viernes, 16 de marzo de 2012

Un buen amigo

El día en la oficina pasó casi como si nada. Apenas si pensé en mi ex novia en algunos momentos. Antes que eso, tomé con mi mano el rostro de una de las chicas y la piropee a raíz de su nuevo corte de cabello. Ella rió. Yo también. Se dio vuelta para irse. Tenía buena cola. Eso le dio un color especial a la jornada. Era un hombre libre.
Por la noche, en casa, tampoco me detuve en mi nueva situación de soltería. Después de todo, éramos novios pero no vivíamos juntos. Siempre había estado sólo en el departamento. No me afectaron la ausencia de charlas telefónicas ni los mensajitos por celular. Me sentí con tanta libertad, que ni bien llegué a casa, luego de prepararme un café con galletitas, sentí ganas de masturbarme. Sencillo. Fui al baño y lo hice. Me sentí pleno. Tanto que, después de cenar, además de lavarme los dientes y orinar, recordé vagamente los shorts ajustados que usaba ella, mi ex novia,  y, sin vueltas, otra vez me masturbé.
Al otro día, en la hora de almuerzo del trabajo, el recuerdo de ella me invadió. Pero el trajín de la oficina me mantuvo ocupado. Devuelta en casa, no pude evitar imaginar el pasado. Ella de botas de altas, de muslos fuertes. Me masturbé. Cené en la compañía de la tristeza. Una nueva masturbación me devolvió la sensación de libertad. Sin embargo, algo comenzaba a preocuparme.
Al otro día en la oficina, todo me recordaba a ella. Cualquier conversación con las chicas o con los compañeros de trabajo me recordaba que este fin de semana la pasaría solo. Llegué a mi departamento con un nudo en la garganta. Cuando sentí deseos de desnudarme a solas en el baño, me di cuenta que mis sentimientos amenazaban con desbarrancarse. Me negué a la masturbación. En cambio, me duché con agua tibia mientras reflexionaba. Y lloraba.
No podía llamarla ella otra vez. Nos habíamos separado. Antes que libre, ahora me sentía solo y desahuciado. Llamé a la abogada y le propuse que nos veamos. Dijo no. Sin siquiera darme la posibilidad a ofertar un día y un horario. Claro, la abogada para mi había sido sexo rápido. Yo, para la rubia abogada, había sido un divertimento, el chico freak al que ella había logrado agachar entre sus muslos para que le hiciera sexo oral.  La angustia y las lagrimas espesas eran parte de mi. Me masturbé una vez más y eso me puso peor.   
            No entendía qué pasaba. ¿Acaso no era libre? ¿Acaso mi novia no me provocaba sino dolor? ¿por qué la extrañaba? Para qué están los amigos, pensé. Comenzó a crecer una idea que me mantuvo tranquilo. Al menos durante las horas nocturnas del sueño.
No quería decir a nada en la oficina. Lo cual no hacía más que aumentar mi mortificación. Y  ya no podía esperar a llegar a casa. Cuando finalicé mi almuerzo en la barra de un bar del centro, me encerré en el habitáculo del inodoro del local y con mi celular lo llamé a mi amigo Leandro, a quien los allegados llamábamos Len.
-Por favor, quiero que vengas esta noche a cenar –rogué-. Quiero hablar con vos. Me separé de Belén. Estoy muy mal. La extraño. Me gusta. Y creo que la amo.
Rompí en llanto por la línea. Luego él me hablo afectuosamente. Dudó primero pero afirmó que esa noche nos veríamos.
-Quiero pedirte algo más –insistí-. Quiero pedirte que traigas sogas. Por favor.
No estaba dispuesto a seguir en esta situación. No, al menos, de la misma manera.
La verdad es que Len me dio tiempo a cenar. Justo cuando estaba por tener un nuevo acceso de angustia bajo la idea de que encima mi amigo no vendría, sonó el portero eléctrico. Casi me derrumbé sobre él cuando estuvimos solos en el departamento. 
-Len, hoy viniste acá y ahora vamos a charlar. Sos muy bueno. Pero más tarde o más temprano te vas a tener que ir. Me voy a quedar solo. Y estoy desesperado. Quiero que me ates las muñecas a la espalda –dije mientras él sostenía mi rostro con sus manos-. Quiero pasar la noche atado. Quiero olvidarme de todo. Quiero olvidarme de mi mismo y de que existo. 
Len observaba mis ojos rojizos.
-Sos tan exagerado que pareces gay –dijo-. Solo es una chica. Nada más.
Me acomodó la cabeza sobre el cuello. Me soltó. Me acarició la mejilla. Me la golpeó suave con la palma de la mano. Yo traté de sonreir.
-No te voy a atar –continuó-. Eso lo dejo para tu novia. O, mejor dicho, tu ex novia. Vamos a hacer otra cosa. Desnudate –pidió con delicadeza-.
Me quité toda la ropa con el desánimo de un preso en un campo de concentración. Hay que reconocer que su presencia me inhibió. Len miró la zona de mi ingle.
-Bueno, ya no estás tan desesperado –sonrió-.
Traté de hacer lo mismo con más ganas que la vez anterior. Len se descolgó la mochila del hombro, la abrió y sacó un slip de látex negro. Se agachó hasta la altura de mis tobillos y me hizo pasar los pies por los agujeros de la prenda. Me lo fue subiendo por las piernas hasta que me lo calzó en la cintura. Era muy pequeño. La mitad de mis nalgas quedaban aire. Como si toda mi zona genital no quedara suficientemente apretada, él sacó afuera los cordones blancos del elástico de la cintura y tiró de las puntas con fuerza. Pero en lugar de atarlos, aseguró las argollitas por las que ambos cordones salían, con un pequeño candado que sacó de su mochila. Cerró el candadito con la llave.
-Ahora si que no te vas a masturbar. Tu sexo está a mi cargo –me mostró la llave y la guardó en su bolsillo-. Espero que no tengas ganas de ir al baño.
Se rió. Esta vez a mi también me causó gracia.
-Ahora hablemos –dijo Len-.
-Sentate –indique una silla alrededor de la mesa-.
Así como estaba, vestido solamente con un slip de castidad, fui a la cocina. Volví con dos tazas de café. Las coloqué en la mesa. Una delante de él, otra en mi lugar. Acomodé la silla hacia mi amigo y, no sin cierta incomodidad, yo también me senté con las piernas abiertas.
Le conté todo. Desde cómo Belu me había dejado luego de unas diferencias y mi desliz de una noche con la rubia abogada. Recordé muchas cosas lindas de Belén y lo mucho que nos habíamos amado. La describí y la volví a describir. Len me escuchaba atento. Cuando yo bajaba la cabeza, el me alentaba con una mano en el hombro o con alguna palabra. Luego él dijo lo que pensaba. Insistió en que el asunto no era para tanto, que estas cosas pasaban en las parejas, y que en cuanto me divirtiera un poco, vería las cosas de otro modo y podría pensar mejor que hacer con Belu y mis sentimientos hacia ella.
Habíamos hablado bastante. Y quedamos en silencio un rato. Yo seguía cabizbajo.
El slip de látex negro seguía bien ajustado. Pero era elástico. A todas luces denunciaba, ante los dos, lo erecto que estaba mi pene.
Len me tomó de los brazos y me hizo poner de pie. Se agachó hasta la altura del slip. Apoyó la su mejilla sobre mi bulto. Fue cariñoso. Me incomodé. Luego me acarició la zona de látex suavemente con sus manos. Me relajé.
Volvió a blandir la llavecita. Abrió el candado. Me bajó el slip. De un golpe, apareció mi pene en toda su ereccción. Sus manos jugaron con él. Cerré los ojos. Abrí la boca. Suspiré. No pude evitar dejarme hacer. Con una mano, colocó mi pene contra mi estómago, con la otra rehizo mis testículos. Yo era totalmente suyo. Mi cuerpo era como el suyo.
Por extraño que parezca, en un momento, quise resistirme. Me puse un poco tenso. Pero Len sabía donde estaba mi placer. En un caso como este, nada mejor que un amigo gay. Verdaderamente gay. Que, como hombre, sabe dónde acariciar y sabe dónde presionar, sabe dónde abrir los labios y dónde colocar la lengua. Cuando estuve a punto de eyacular, él frenó la operación, guardó todo en su lugar, volvió a cerrar con candado y se puso de pie.
Lo miré con ojos encendidos. Él rió. Yo también. Como loco, lo abracé por el cuello. Él me palmeó la cola.  
-Esta noche, salimos a pasear –exclamó-.
Sin perder tiempo, me enfundó en unos pantalones de cuero, me calzó unos borseguíes cortos con plataforma y una remera. Bajamos a la calle. Me metió en el asiento trasero de un taxi. Yo estaba contento. Pero esperaba que fuera una salida breve. Debería haberle insistido en que al otro día yo debía estar temprano en la oficina. En cambio de eso, pregunté:
-¿Llevás la llavecita del candado, no?

sábado, 10 de marzo de 2012

La mejilla colorada

Ella me vio. Yo estaba sentado sobre la banqueta alta, con las piernas abiertas, con mis brazos atrás, agarrado por la parte de atrás de la banqueta, con mi slip de látex negro ajustado, en un rincón del pub cerca de la barra. Mis amigos gays abrieron el circulo. Ella rió un poco. Se acercó. Era una noche de verano. Hacía tiempo que no estábamos tan cerca.
            Pero yo también la había visto. Sus botas altas de cuero negro, taco alto y algo de plataforma. Se acercaba lento. Entre la gente. Fui subiendo con la vista. Sus muslos fuertes. Su mini negra. Su cadera. Su cintura. Nunca fue muy alta. Cabello negro. Lacio. Largo. Siempre bien plantada. Alguna rubia se le acercó. Le tomó la mano. Le dijo algo al oído. Ella siguió. A la segunda chica que hizo lo mismo, hay que reconocer, la miró con atención. Un cierto deseo se dejó entrever en su mirada. Pero siguió de largo hacia la banqueta en donde yo estaba.
            Quieto. Semidesnudo como estaba, abierto a ella, debo reconocer. Mis amigos gays habían quedado mudos. Aunque algo murmuraron cuando advirtieron de quién se trataba y, aun más, lo que ella significaba para mi. Len seguía a mi lado. Aunque, como el resto, se abrió un poco a medida que las botas de taco se acercaban. Casi sentí una levísima caricia de aliento de él en mi antebrazo arremangado de mi camisa de seda.
            Ella se detuvo a una distancia considerable y me miró con desdén. Llevaba un corset negro de satín sin breteles que afinaba su cintura y destacaba sus pechos redondeados y pequeños. Nuestros ojos se reconocieron. Se acercó en un paso tímido. Me miró con una curiosidad. Hasta se inclinó un poco, con su dedo índice en la barbilla y sus piernas juntas. Estaba sola. Era evidente. No había venido espontáneamente.
            Me recorrió con la mirada. Sus ojos en la franja vertical de mi pecho y mi estomago que dejaba la camisa abierta. Mi cavado y pequeño slip. Mis piernas abiertas. Los pliegues del látex estirado por mi pene erecto. Lenta, separó el dedo índice de su barbilla. Len se apartó un poco más. Ella caminó a mi alrededor. Mientras el resto de la gente del pub se movía y charlaba bajo la cadencia acompasada de la música electrónica.
Quedé con la cabeza tiesa. Ella me observaba. La media nalga que quedaba afuera de mi slip. La rugosidad del látex sobre la cuerina mullida de la banqueta alta. Mi antebrazo tenso hacia atrás. Mis manos agarradas de la parte de atrás de la banqueta. Mi corazón. Latía.
Ella volvió frente a mi. Ahora con su cintura de mini negra casi entre mis piernas. Con una rodilla levemente flexionada, en una actitud más relajada. Movió un poco sus codos. El calor de la yema de sus dedos. MI torso se inclinó un poquito más hacia atrás.
Llevaba el flequillo tirado hacia atrás por hebillitas a los costados de la cabeza. Su cabello oscuro largo y lacio caía por completo hacia atrás. Entrecerró los ojos sobre mi vista. Frunció la boca. Sus manos fueron hacia el elástico de la cintura de mi slip. Echó hacia afuera el nudo que me ajustaban la prenda. Los cordones blancos quedaron a la vista. Los chicos se asomaron con cuidado. Los desataría. Seguramente. El cosquilleo en la piel. En la zona de la ingle. La transpiración leve en la cola. El burbujeo denso en el estómago. Una sensación de liberación crecía entre mis piernas.
-Ya ves. Te fui fiel –me atreví-.
Ella lo miró a Len en señal de respuesta.
Fue un solo movimiento. Demasiado rápido.
Me dio vuelta la cara de un sopapo estruendoso.
Mi barbilla quedó contra mi hombro. Todo mi cuerpo se inclinó.
De reojo, vi el talón y la pantorrilla de sus botas altas. Su cola movía la minifalda negra hacia un lado y otro. Desapareció entre la gente hacia la puerta de salida. A medida que me incorporaba sentía el dolor en la cara.  
-Tenés la mejilla roja –dijo Len-. Vamos al baño y te pasas agua fresca.
Lo miré mientras acomodaba mi mandíbula con la mano.
-¿Como supo Belén lo de la abogada?
-No lo supo. No sé. Lo percibió. Sabés como es ella con vos, Jorge. Yo no le dije nada.
Mi amigo Len decía la verdad.
-Yo solamente le dije que viniera –prosiguió-. Creí que a vos te haría bien. Tan mal que estabas. Solo, en tu casa.
Tenía razón. Len sonrió un poco. Yo, con mi mejilla colorada, también.

viernes, 2 de marzo de 2012

Como la carne de ave recién hervida

Habría que estar allí. Con la luz del mediodía fresco que entraba por el ventanal. Sandra semidesnuda, boca abajo sobre la mesa de madera. Habría que ver esa culo redondeado y saliente, con la bombachita cavada blanca, sobre la madera. Duele reconocerlo. Pero ayer, sábado al mediodía, así la tenía su novio Matías. A mi chica.  Duele reconocerlo. Pero así me lo estaba contando a mi, el domingo a la noche, en el bar de la avenida Pueyrredón. Habría que estar allí. Yo no estaba (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/12/kirov-y-la-leona.html ).
-Matías se puso de pie al costado de la mesa a la altura de mi cola –continuó contando Sandra-. Contempló un rato mis muslos. Enganchó sus dedos en el elástico de la cintura de la bombacha y, lento, comenzó a quitarme la prenda. Casi como una exigencia, levanté la cola lo más que pude. Así quedé. Desnuda de la cintura para abajo, salvo las sandalias. Mati acarició con sus dedos la redondez de mis nalgas. Se me erizó todo. –enfatizó-.
Yo estaba mudo. Empecé a tener una idea que me excitó. Y eso me puso cada vez más intranquilo. No podía evitar acariciar mi barba candado una y otra vez.   
“Tomó la fuente tibia con sus manos y la alejó de mi vista –prosiguió Sandra-. Caminó por el costado de la mesa. Hasta que sentí las zanahorias cortaditas, las acelgas, las papas. Todo lo hervidito caía sobre mis nalgas y el comienzo de mis muslos. Me sobresalté un poco. Pero me quedé quietita.
“Siguió con la fuente fría. Rodajas de tomate y hojas de lechuga sobre mi cola y mis piernas. Los trocitos de pechuga de pollo los esparció con cuidado. Puso algunos en la línea entre mis nalgas y hasta enganchó dos pedacitos de pollo en mi vagina. Me relajé. Por fin, las líneas de aceite serpentearon sobre toda la zona. Una untada en mayonesa me dejó boquiabierta y hasta me hizo suspirar”.
Lo que siguió fue la descripción de cómo su novio Matías la saboreó. Literalmente, se la comió viva aunque “tierna y tibia como la carne de ave recién hervida”, como Sandra se describió, mientras ella, acostada boca abajo sobre la mesa, combinaba gemidos y alaridos.
-Me mordió mucho –dijo, por fin, casi avergonzada. Mi cola, mis piernas. Pero, luego me dio vuelta, me embadurnó, y siguió disfrutando mi estómago, mis pechos. Yo ya no podía respirar de la emoción.
Sandra sonreía luminosa.  
“Me penetró. Hicimos el amor. Y fue muy lindo –relató Sandra-. Pero antes de eso, me miró a los ojos. Recorrió lento con sus dedos la cara interna de mis muslos y me dio en la boca a probar un trozo de pollo muy amargo. Delicioso. El otro trocito lo comió él. Fue nuestro compromiso culinario. Él será mi chef. Al final, cuando nos cansamos y tuvimos hambre de alimentos, comimos sentados alrededor de la mesa, carne de ave verdadera. Él se vistió. Pero yo estaba tan contenta que ni me percaté de que estaba desnuda, embadurnada y pegajosa.  Porque estoy enamorada. Muy enamorada. No puedo evitar decírtelo,  Marcos. Es hermoso disfrutar del amor. Vos, para mi, son un ser que siempre me acompañó. Y, no sé, quiero compartirlo”, acabó.
Estaba inmóvil con los dedos sobre mi barba candado. De la cintura para abajo mi cuerpo esta entumecido. Miré hacia abajo por el vidrio. Afuera del bar, caía una fría lluvia intensa. Sandra desvió la vista hacia el costado. Noche. En la calle no había nadie.
-Me cuesta creer todo este cuentito porno –objeté-.
Sentí la punta aguda de su gruesa bota tejana subir por mi pierna. Me miró a los ojos. Presionó fuerte con la suela sobre el pantalón de vestir en una parte decididamente erecta.
-Sin embargo a vos te interesó. Estás a punto caramelo. Además, que importa si ahora es verdad. Estoy enamorada. Si no fue verdad ayer, lo será el sábado que viene. O mañana. O esta noche, si paso por su casa.
Quedamos en silencio. 
-Para qué me hacés venir hasta acá –reaccioné-. Para qué me contás todo esto.
-Buenas preguntas. Seguramente ahora sentís furia y un deseo ardiente que te está quemando por adentro –se puso seria-. Con lo que te conozco, imagino que en unas horas, quizás menos tiempo, caerás en la tristeza. Quizás hasta en una depresión. Quizás, en un ataque de bronca sumado a algún malentendido que siempre se da en estos casos, te separarás de tu mujer. Como fuere. Lo superarás. Y con creces. Te conozco. No se si sos valiente. Pero sos aguerrido. Fuimos amantes, sí. Pero hacía años, “años” ¿entendés?, que no nos veíamos. Sin embargo, el viernes a la noche lograste hacerme trastabillar –como pensativa-. Encontraste mi grieta. O, como te gusta decir a vos, mi herida más tierna (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Ese viernes a la noche pensé en no verte nunca más. Luego me di cuenta que eso no hubiera funcionado. Porque si yo no te contaba hoy la verdad de lo que siento por otra persona, vos hubieras insistido. Duro como esos soviéticos que estudiamos en la facultad. Hermoso como esos soviéticos que estudiamos en la facultad.
Sentía mi propio rostro duro y caliente. El de ella, de mejillas coloreadas.
-Continuá –la intimé-
-La verdad es que vos no sos librero. Ni sos vendedor. No te engañes más. Tenerme de amante no te sirve y hace que te autoengañes. Hace que te conformes con que una mujer rubia como yo te diga que sos hermoso, talentoso, genial, intelectual. Y así como vos el viernes a la noche me hiciste trastabillar, me hiciste sentir algo íntimo, yo me di cuenta de esto: de tu punto débil. Que, en realidad, es tu fortaleza. Porque vos sos escritor. Por lejos, antes que cualquier otra cosa. Y yo te acabo de dar una historia con la que te llenaras de oro. Es mi vivencia. Es mi regalo final. Será tu historia. Estoy segura que lo harás bien. Quizás me odies. Pero te recuperarás. Y podés estar tranquilo. Cada uno con su vida. Yo como politóloga. Vos como escritor. Seremos muy felices.
Pagué los cafés. Fríos hacía rato. Salimos a la calle. Nos empapamos. Nos despedimos. Yo quedé quieto sobre la vereda de avenida Pueyrredón. La imagen de su gabán largo se desvaneció a paso rápido bajo la cortina de agua.  
Mojado como estaba, lloré un poco. No quería volver a casa. No quería ver a Etna y los chicos. El crepitar de lluvia lo tapó todo.
Ya está escrito.
Es lo que importa.
Sandra Pasadella.
Nunca más la volví a ver.
Por suerte.