lunes, 27 de junio de 2011

El tabaco puede marear

           Acá estoy yo, tu amigo, escribiendo en la penumbra de la habitación con la persiana baja, mis nalgas casi al aire sobre la silla de plástico. A mis espaldas esta la cama doble prolijamente hecha y creo que está Belu, mi ama, echada sobre ella. Le gusta observarme. Estoy vestido nada más que con la tanga de látex, de tiro alto y bien cavada, que destaca y me ridiculiza el bulto, y zapatillas normales. Ahora parece que estamos en un descanso. Quizás luego sigan otras cosas. O eso parece.
            Formamos un grupo. Nos divertimos seguido en la cada de alguno. Seremos unos 5 ó 6 entre hombres y mujeres. Hoy, más temprano nos reunimos en el living amplio alrededor de una mesa ratona y tomamos algo, charlamos. Pero algunos querían fumar. A cualquiera le puede gustar fumar unos cigarrillos. Entonces le dijeron a una de las chicas, Yani, que se ponga de pie. Era delgada y el cabello negro peinado carré. Ella se negó y protestó un poco. No presté atención. Creo que le prometieron algo que seguramente pidió. Accedió. Se puso de pie. En seguida, Belu me miró a mi y me dijo que me ponga de pie también. Lo hice.
            Yani y yo nos paramos frente al resto, que estaba sentado. Era una noche tranquila pero bulliciosa. Todos estaban felices y sonreían. Una de las chicas nos alcanzó unas prendas y nos dijeron que nos las calcemos en la habitación (en la que estoy ahora), A mi me habían dado la tanga de látex y a ella exactamente lo mismo pero con corpiño. Nos sacamos la ropa. Yo estaba bastante nervioso. Yani era muy delgada, casi no tenía tetas. Cuando yo estuve desnudo, ella se sentó sobre el borde de la cama, me observó y sonrió con picardía. Eso me agradó. Me quitó un poco los nervios y mi pene se comenzó a alzar. Me puse mi tanga y ella la suya. Yo soy bastante delgado y ese tipo de prendas no me quedan tan mal como a otros hombres. Ella se quedó con unas botas altas que le quedaban muy bien y yo con las zapatillas con las que había venido. Estábamos ella y yo solos en el dormitorio de la cama de dos plazas.
            Se abrió la puerta del dormitorio y entró una de las chicas. Nos ordenó que nos paráramos. Nos puso de espaldas. Nos indicó que pusiéramos los brazos en las espaldas como cruzando los antebrazos a la altura de la cadera. Lo hicimos. De a uno por vez, nos ató fuertemente los antebrazos a la espalda entre si con cordones. Primero a mi, después a ella. Se nos hacía imposible mover los brazos o maniobrar con ellos. Nos dio vuelta. Nos miró al rostro. Estábamos molestos con las ataduras. Salimos del cuarto.


            Caminamos hacia el grupo del living. Ni bien nos vieron, algunos ya festejaban. Nos pusieron de pie a un costado de la ronda, Yani al lado mío. Allí, con las cavadas tangas de látex, Yani con su diminuto corpiño del mismo materia, ella con las botas, yo con las zapatillas. Nos miramos entre nosotros con cierta vergüenza, aunque la vista de ella bajó hasta mi destacado bulto. Enseguida empezaron los ejercicios de disciplina. Nos ordenaron pararnos bien derechos, sacando pecho y cola, con las piernas bien juntas. Obedecimos como dos buenos chicos. Nos esmeramos en estar acordes con lo indicado. Sobre la mesita ratona había una caja de cigarrillos abierta y un cenicero de vidrio con una especie de mago. Ellos querían fumar.

martes, 21 de junio de 2011

Adagio agridulce al estilo Victoria Vanucci


Desde el sector del medio del local, él podía ver la garúa que caía sobre avenida Corrientes. Pero no lo hacía. Era un anochecer de domingo gris y húmedo en una librería casi desértica. Él leía a escondidas en un recoveco del salón, detrás de una columna de libros de arte. Hasta que entró ella. La gente del mostrador de caja, siguió con sus papeles de cierre de fin de semana. El empleado de seguridad solo largó un bostezo sobre el suplemento deportivo. Pero él estaba leyendo a escondidas. Cada tanto levantaba la cabeza. En una de esas, vio avanzar las piernas fuertes enfundadas en  botas de cuero negro hasta la mitad del muslo.
Él abandonó el “Bukowsky para principiantes”, con sus referencias a la cerveza barata. Ella detuvo su vista sobre una de las mesas de ejemplares. Llevaba un short de cuero ajustado, una remera negra holgada que colgaba de unas tetas que impresionaban descomunales y levantadas. El cabello largo y oscuro, mojado, atado en una cola sobre la nuca que caía por su espalda. Él se acercó a paso cuidadoso.
Ella flexionó un poco la rodilla, lavantó su taco hacia atrás y acarició uno de los libros de la mesa, posiblemente para tomarlo y hojearlo. Llevaba guantes negros hasta pasado el codo y bien entrado el antebrazo. Era exótica.
-¿Te puedo ayudar en algo? –balbuceó él-.
Ella se puso frente. Los tacos altos y un poco de plataforma, la hacían visiblemente más alta que él. Así y todo, se cruzaron en el reflejo de los ojos. Ella tenía una mirada de ojos marrones, pestañas punteagudas, parpados sobrios y delineador. La nariz recta, apenas abierta y levantada en la punta le deba un aspecto incisivo. Las líneas del rostro confluían en triangulo en la barbilla pero los rasgos al costado de los labios eran duros. Sensible y femenina para seducir y enternecer. Sombría y masculina para dominar y proteger. Los ojos de él estaban opacos.
-Sí –dijo ella-, estoy buscando el Manifiesto contrasexual.
-Beatriz Preciado –confirmó-.
Ella dio unos pasos alrededor. Él pudo verle con la cola enfundada en el short de cuero. Al igual que sus pechos, estaba bien levantada –quizás por los tacos- y redondeada. Pero era angosta. La remera negra caía sobre el comienzo de las nalgas, lo que impedía ver con definición su cintura. Él fue subiendo la mirada por la espalda, tomó por la punta del cabello hasta llegar a la cola de caballo atada en la nuca. 
Ella giró con maestría sobre los tacos de las botas y volvieron a quedar de frente. Sonrieron.
 -Llevame al sector –pidió ella-.
Él con la mano abierta señaló el fondo del local. Con mejor convicción, encabezó la marcha. Algo estridente comenzaba a vibrar en el interior de su pecho. Ambos se detuvieron frente a una estantería bajo el cartel “sociología”.
La letra “p”, se encontraba en el anteúltimo estante. Apunto de agacharse, ella lo detuvo con su mano enguantada sobre el hombro. Él se volvió a mirarla. Las manos enguantadas le arreglaron la corbata. Y él sintió que ella percibía sus ojeras.
-Antes de bajar, podrías decirme tu nombre –sugirió ella-.
El pecho le vibraba y se perdió en el remolino de sus ojos oscuros.
-Ah –ella bajó la vista y reconoció el gafete con el nombre escrito, enganchado en la camisa desalineada-.
-¿Estas cansado, no? –insistió ante el silencio-.
No pudo decir nada. Flexionó las piernas hasta llegar al estante y quitó el libro. Cuando estaba por volver a incorporarse, ella volvió a detenerlo con la punta de sus dedos sobre su cabeza. Quedó con las sus rodillas flexionadas. Ella le acarició el cabello con suavidad. Él levantó apenas la cabeza.
-¿Y vos? ¿cómo te llamás? –titubeó desde abajo-.
Él enderezó la cabeza. Dio con sus ojos en los muslos. El borde de las botas. La piel de la pierna lisa. El comienzo del short. La entrepierna. Su estómago comenzó a burbujear. Cayó en el sentimiento de una enorme profundidad en su interior.
-Mi documento decía una cosa. Pero podés decirme Victoria.
La entrepierna de ella, forrada en el delicado cuero del short, estaba muy abultada. El casi pudo distinguir formas que, al igual que los pechos y la cola estaban muy levantadas. Algo latía allí adentro. Quizás un corazón. Quizás dos. Quizás tres corazones. O quizás un potro verde deseoso de cabalgar libre por el universo. Sintió una delicia. Su estomago volvió a crujir.  
Podría haberse levantado. Podría haberla acusado de irrespetuosa y hacerla echar del local. Podría haberse avergonzado. Sin embargo, el fin de semana había muerto allí dentro y él estaba cansado. Demasiado entregado. Qué más podía querer. Por qué la iba a sacar a ella sin salir él.
Qué más podía desea un cuerpo encerrado en una gran cadena de librerías, en un local desvencijado, metido a leer a escondidas, olvidado de sí mismo, cansado de mover volúmenes. Qué más podría desear un adulto joven que aun quería sentirse fuerte sino que un delicioso hombre hembra, vestido a lo Victoria Vanucci retratada por Burset, lo sacara del pozo del domingo gris y húmedo. Sin dudas, algo distinto estaba sucediendo. Y él sería su universo. Agachado, casi arrodillado, en esos pensamientos estaba mientras Victoria, lentamente, posaba sus manos enguantadas sobre la cremallera del short para bajar el cierre relámpago.


Continúa en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/el-delicado-vello-de-victoria-vanucci.html 

miércoles, 15 de junio de 2011

Cartas a la reina plateada

Alina María:
               Te dije que te escribiría. Me acabas de cortar la comunicación, lo cual me llena de deseo y para nada quiero perderte. Te contaré todo lo que quieras saber de mi cuando me lo solicites. Como verás, tengo alguna experiencia en el tema de entregarme entero.
           Soy un chico de capital federal deseoso de tener una diosa como vos. Y, por supuesto, me encantaría que nos veamos. Yo puedo ser tu perro, tu puta, o tu juguetito para que te diviertas. Creeme que podrás aprovechar mi cuerpo para tu mejor placer. Algunas chicas, por ejemplo, usaron mi boca como recipiente de distintas cosas.
         Y si no, siempre seré tu sumiso caballero, dispuesto a ponerme de rodillas para besar los pies de mi diosa.
         A tus pies...

Julius



 Alina María, reina de bikini plateada:


                                   Las razones de las que te hablé son personales. Ya  conocerás mejor a tu juguetito. Esa y otras cuestiones me están dificultando enviarte las fotos. Pero lo haré.
          Mientras tanto, me pregunto cuando llegara el momento en el que yo esté frente a la parte de abajo de tu bikini plateada. Yo de rodillas dispuesto a lamer ese plateado como un perro fiel en total entrega a su dueña.
          Sin embargo, vos decís que si estuvieras frente a mi, le darías a mi pene 14 vueltas de alambre. Ya me veo de pie, desnudo, con las piernas bien juntas (en total disciplina), derecho, erguido, casi sacando pecho (soy delgado y bastante alto, esa pose me quedará bien), con los brazos en jarra y las manos tomando la cintura. Quizás ayudándote a sostener el pene alzado mientras vos le das las vueltas de alambre.
         Mirariamos los dos como la "cabecita" ya pelada lentamente se pone colorada.
         Por las dudas, será mejor que me amordaces. Así mis quejidos se escucharán como gemidos dulces. Y nada mas. No te molestaran. Me podrás llenar la boca con algo (podría ser la bikini plateada, vos podrías tener puesto otra cosa o estar totalmente vestida). Mi cavidad bucal bien llena. Luego podrás atarme la boca con un pañuelo largo o con una correa, o algo así, que me divida la boca en dos, que me impida cerrarla y me deje las mandíbulas abiertas. Eso funcionará.  Si es necesario, podrías tirarme de los pelos la cabeza hacia atrás.
        ¿ Te imaginás las cosas que podrías hacer conmigo desnudo, con el pene alzado y atrofiado de alambre, amordazado, con las piernas juntas y los brazos en jarra?
Estos son algunos consejitos que te permitirán usar y disfrutar mejor tu nuevo juguetito.
        Y si no, siempre seré tu sumiso caballero, a los pies de su diosa, dispuesto a postrarse de rodillas para besarla...

Julius

´
CONTINÚA en...
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/cartas-la-reina-plateada-ii-pasos_08.html