martes, 3 de abril de 2012

Los tiempos cambian

¡Qué hombre! Esa es la expresión que debo utilizar para referirme a Len. Él era tan buen tipo que yo no dudo de que si, por un instante, se convirtiera a la heterosexualidad, todas las mujeres se enamorarían de él. Len era apenas un poco más alto que yo. Sin embargo, esa noche de jueves, hubiera querido tener un par de sandalias de taco para estar a la altura de un hombre como él. Porque, hay que reconocer, Len es tan buen tipo que, frente a él, uno no puede dejar de sentirse una mujer. Esa noche de jueves, quería darle a Len lo que él se merecía de mi. Sin embargo, cuando por fin estuvimos en el living de su departamento, me quedé de pie. Sin saber bien qué hacer.
Lo observé un rato. Len tiene unos ojos tristes, levemente oblicuos hacia abajo. Su boca es más bien ancha y cuando sonríe, lo hace con dientes blancos, que no pueden sino infundir seguridad y simpatía. Su rostro es delgado y angosto. El cabello de bucles negros y abiertos, corto y un poco más largo al frente, le forma un jopo abundante que él peina con los dedos hacia atrás o deja caer sobre su mirada cálida. Len, es decir, Leandro Cotiglieri, es licenciado en física y trabaja de asesor en la ambientación de espacios acústicos. Tiene 33 años. Uno más que yo
Al cabo de un rato, tomé su barbilla con mis manos, me hice de puntas de pie y acerqué su rostro al mío. Sonreí con lo mejor de mi. Mis mejillas se iban coloreando. Me quité toda la ropa sin dejar de mirar sus ojos. Cuando estuve por completo desnudo, lo abracé por el cuello. Lo besé en los labios. Metí mi lengua en su boca mientras él me enlazaba con sus brazos de mangas de camisa y presionaba mi cintura contra su elegante pantalón de vestir a rayas. Sentí vergüenza.  El bajó la vista. Yo también. Mi pene estaba alzado por completo.
Desabroché un botón de su camisa y le sugerí que se quitara la ropa. Él se dio vuelta y lo hizo. El gesto de darme la espalda, abrió mi imaginación. Como buen homosexual varón, Len sabe todos los oficios. Sin embargo, a pesar de todo lo mujer que me puede hacer sentir cada ver que me paro delante de su figura, a Len le encanta ser pasivo.
Len merecía tanto como él me había brindado a mi. Mientras se desvestía, yo fui a buscar algunas cosas imprescindibles en estas ocasiones. Cuando estuvo desnudo, antes de que se volviera, fui hacia él y lo abracé por su delgada cintura. Lo rodeé con mis brazos. Con mis manos al otro lado de la espalda, le acaricié el plexo solar. Bajé por su estómago. Concentré mis dos manos en acariciarle el pene ya erecto. Le besaba la nuca y el cuello. Su estructura ósea y su piel se relajaban. Increíblemente, por primera vez, ese cuerpo de hombre inmenso estaba del todo en mi poder. Como él tanto lo deseaba. Como él me había enseñado.
Lo solté y a saltitos de puntas de pie, corrí hasta el sofá de dos plazas. Me senté en el centro. El vino hacia mi y comenzó a agacharse de espaldas. Me calcé el profiláctico en el pene y, cuando tuve su cola cerca, le lubriqué el ano con delicadeza. Lo dejé bajar. Él se fue sentando sobre mi. Lo penetré. Lento. Dulce. 

Lo acaricié. Lo besé. El sofá era muy mullido y todo el porte de Len comenzaba a dejarse estar sobre mi. Debería haber elegido una silla. Llevar adelante esa situación requería un gran esfuerzo de mi parte. Pero Len estaba entregado y eso me ponía feliz. Yo también comenzaba a sentir placer. Hasta que, mágicamente, mis ojos se cerraron y en mis sentimientos volví a atrás unos años, cuando en una anterior crisis de pareja con Belén, yo también había recurrido a mi amigo.
En aquella oportunidad, hace ya algunos años, Len, al igual que esta vez, me había ofrecido refugio sexual y afectivo en el territorio de la homosexualidad. Yo tenía miedo. No a ser penetrado ni tampoco rechazaba el rol sexualmente activo. Pero estaba asimilado a la belleza femenina y la desnudez masculina me provocaba un severo rechazo. Pero Len, como siempre al fin y al cabo, me había hecho sentir muy bien.
La primera vez, había sido en ese mismo departamento en el que estábamos esa noche de jueves. Len, vestido en su discreta elegancia, me desnudó por completo. Me vendó los ojos con un largo pañuelo oscuro que anudó en la parte de atrás de mi cabeza. Se desvistió él sin que yo lo viera. Con los primeros arrumacos y caricias, Len me susurró una advertencia:
-Es cuestión de que te sientas bien con tu cuerpo y con el mío. Si no te gusta, si no estás cómodo, decilo ni bien lo sientas. Nos vestimos y amigos como siempre.
No fue necesario que dijera nada. A diferencia de lo que estaba sucediendo esa noche de jueves, un lapso más o menos breve, era yo el que estaba sentado sobre Len. Pleno de felicidad, con mi ano abierto y embadurnado, con el pene duro de Len que iba y venía en mi cola. Él me recorría con una mano. Con la otra, me tomaba fuerte donde debía y me masturbaba muy lentamente. Mi cuello, mis labios, mi vientre, mis piernas, todo estaba a su disposición. 

También en aquellos tiempos nos habíamos acostumbrado a salír a pasear juntos. Éramos una especie de pareja. Podríamos haber sido novios si no hubiera sido porque Belén, vino a saberse, me extrañaba y, aun más, me amaba.
Un día, Belén me llamó y quedamos en vernos. La cita fue en mi departamento. Primero hablamos en el hall de entrada. Llegó acongojada y cabizbaja. Pero de ninguna manera dispuesta ceder. Vestía una campera deportiva de manga larga, holgada pero corta. Calzaba botas bucaneras negras de taco alto hasta la mitad del muslo y un ajustado short de vinillo, con botón plateado en la cintura y una buena parte de sus redondeadas nalgas al aire.
Cuando estuvimos encerrados en el ascensor hacia mi departamento, me agaché para hacer sexo oral en el acto. Ya estaba –una vez más- subyugado por su belleza. Ella, algo asombrada del efecto de su propio poder, no atinó siquiera a desabrocharse el botón plateado del short. Arrodillado, debí conformarme con unos besitos en las partes de los muslos tensos y fuertes que quedaban libres del cuero negro de las botas. En el pasillo, ya nos besábamos apasionadamente en los labios. Belu era tan dominadora que sabía cuando dejarse tocar. De manera que pude disfrutar de la piel de esa cola redondeada y firme, bien sostenida por el ajustado vinillo del short.
Así, sencillamente, en aquella, Len, que me había hecho y enseñado tantas cosas lindas, había vuelto a se un amigo. Len me había perdido. Pero eso había sucedido hacía años.

Len comenzaba a gemir. Una última vitalidad se apoderó de mi cuerpo. Era yo el que ahora estaba por estallar en semen adentro de su cola. Era jueves a la noche. Las cosas eran distintas ahora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario