sábado, 30 de julio de 2011

Volvió una noche

           El palo de madera corto chasqueó contra esas nalgas de mujer, seguramente tan blancas y tiernas como la carne de ave recién hervida. Ese chasqueo removió mi interior en una espesa tristeza. Aunque, en  realidad, solo pude vivificar la desnudez de esa culo femenino cuando, unos días después, Sandra me contó una historia.
Con el final de mi jornada laboral, salí de la librería a la noche fresca pero húmeda de la peatonal Florida. Al paso, me crucé con una mujer rubia de unos 28 años. Sandra. Nos sorprendimos de vernos después de unos cuantos meses. Ella salía de un negocio de ropa cercano, en donde trabaja ahora. Caminamos juntos unas cuadras por Florida hasta la boca del subte.
-¡Marcos! ¿Cómo estas? –abrió ella-.
-Bien... –comencé pero me detuve en un silencio-. Se pudrió –largué en una mueca-. En la librería no aceptan mi pase al área de prensa y marketing. Me quieren dejar en este local de mierda –señalé, con la mano hacia atrás, el sitio que iba quedando atrás a cada paso-.
-Pero vos me habías dicho hace un tiempo, que el pase era un hecho.
-Eso fue a principio de año. Esto es una librería de cadena. Burocracia. Ahora estamos en agosto y nada. El otro día me confirmaron que no hay pase.
La noche se desplegaba sucia entre turistas y manteros que levantaban sus bártulos. Cruzamos avenida Corrientes en silencio. Casi pude abstraerme del resto de la multitud y escuchar los pasos de sus botas tejanas. 
-Nada de lo que suceda adentro tiene sentido –proseguí-. Tengo un mes para buscar otro trabajo –apunté mi vista al rostro-. No creo que aguante más tiempo.
Nuevo silencio.
-Pero ¿y el seminario que estás dando sobre periodismo? ¿Y los artículos que te iban a publicar? Me habías hablado de otras cosas, alguna vez.
Sandra me observó con sus inmensos ojos celeste lavado, al estilo Madonna. Un hoyuelo se formó al costado de sus labios gruesos.
-Va bien. Va bien –retomé-. Sí, por suerte, también tengo esas cosas.
-Eso es lo tuyo, más que vender libros –me alentó con sus largos dedos sobre el saco en mi brazo-. Concentrate en eso. 
Volvió la vista al frente. Le di la razón. 
-Sos talentoso –susrró-.
-¿Vos cómo lo sabés?
No respondió.
-¿Cómo estás vos? –preguinté-.
-Muy bien. Me faltan pocas materias. Me recibo este año.
Los dos sonreímos. Llegamos a la boca del subte. Comenzamos a bajar las escaleras. Ella un poco más adelante que yo. Su cabello rubio, lacio, largo, se veía opaco, se sacudía un poco por la espalda. Ya abajo, en la estación, cerca de los molinetes, nos paramos frente a frente. Vestía un jean de tela gruesa que, sin apretarla, de la rodilla hacia arriba destacaba la forma de sus muslos fuertes y los pliegues angulares entre las piernas. En la cintura se perdía bajo el pulóver. Abajo, las botas tejanas debajo del jean. Ya abajo, en la estación, dijo:
-Estoy muy feliz.
Sabía que este momento llegaría. Sus ojos celestes lavado giraron lento. Levantó un poco el cara. Volvió la vista hacia mi en una expresión iluminada.
-Estoy muy enamorada –declaró en voz baja-. 
Saqué mi billetera del interior del saco y comencé a buscar la tarjeta para pasar por el molinete del subte. Ella hizo lo propio en su bolso. Ninguno de los dos dijo nada por un largo instante. Ella encontró primero el pase del subte y se lanzó sobre el molinete. Antes de pasar, giró la cabeza hacia mi.
Yo seguía desarmando el interior de mi billetera entre cartones de presentación, algunos billetes, alguna moneda. Sandra me tendió la mano con otra tarjeta.
Encontré la mía. La arranqué de la billetera y me lancé tras ella. Su cintura pasó por el molinete. Se escuchó el ruido mecánico. Justo antes de que pasara yo, bajé la vista. Una vez que Sandra ingresó, automáticamente, tras ella, volvía a colocarse una barrera corta para un siguiente pasajero.
Fue breve. El palo de madera corto, que hace de barrera, chasqueo las nalgas de mujer, angostas y levantadas, que el jean dividía en dos gajos. Fue una escena preciosa.  
En el anden, el subte llego rápido. Subimos. Estaba bastante lleno pero conseguimos sentarnos, bastante apretados, junto en la esquina del vagón. Como pude, me quité el saco. En mi sentía algo podrido. El subte arrancó. Sandra insistió en preguntar. Yo volvía referir el fracaso en cambio de trabajo, etcétera. Pero no era eso.  
La punta de su bota tejana rasguñó mi media, bajo el pantalón de vestir. Sus labios gruesos sonreían. Su vista estaba baja. Sus parpados estaban coloreados en tono azul apenas degradado. Dejé mi saco sobre mis muslos, casi sobre mi entrepierna. Acaricié su mejilla tibia. Ella se dejó, con una mirada suave. La yema de sus dedos recorrieron mi hombro. La recorrí con mi mano. Acercamos los rostros. Me perdí en sus ojos celestes lavado al estilo Madonna. Nos besamos en los labios. Lentamente. Detuve mis dedos sobre el muslo envuelto en jean grueso. Comencé a subir por la cara interna a la zona de los pliegues. Detrás se escondía su herida más tierna.  

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