viernes, 23 de diciembre de 2011

El sabor de una mujer

Etna estaba acostada de espaldas a mi. La luz que se filtraba por las hendijas de la persiana baja hacia brillar rojizo su cabello oscuro. La vida se asienta mejor un sábado después de diez horas de sueño. Cuando despegué los ojos. La besé en la mejilla. Ella se despertó. Me levanté, me puse un jean, una remera de manga larga y alpargatas, y bajé a comprar una docena de medialunas para el desayuno. Las calles del centro estaban vacías. Era una mañana fresca y soleada. En la panadería, me atendió una morocha pequeña, de ojos algo rasgados. Cuando fue a envolver las medialunas, le indiqué que hiciera dos paquetes de seis cada uno. Volví al departamento. Sigiloso dejé un paquete sobre la mesa del comedor. Con el otro, fui hasta la habitación. Los chicos aun dormían en su cuarto.
La frazada estaba abierta. No había nadie en la cama doble. No había nadie en el baño. Abandoné el paquete a un costado y me dejé caer sobre el sommier. Me quité nuevamente la ropa, me tapé con las cobijas, sentado con la almohada como respaldo. Etna entró a la habitación. Llevaba una bandeja con dos tazas de café con leche. Vestía una enagua en tono crema. Tenía el rostro rozagante de sonrisa. Sus muslos fuertes y algo anchos hacia la cadera eran una fiesta corporal. Abrí el paquete de medialunas. Nos sentamos en la cama. Nos tapamos hasta la cintura. Desayunamos. Con el medio sol que entraba por las hendijas de la persiana baja. Como en la época en la que convivíamos sin los chicos.
Bien alimentados y descansados, bajamos la bandeja, las tazas y demás de la cama. Nos besamos en los labios. Saqué su enagua como una seda. Se quitó la tanga. Quedamos desnudos a una vez. Apenas saboree sus pezones, fui directo, abajo de la frazada, a lo que había quedado pendiente (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/el-pollo-al-horno-espera.html ). Acurrucado entre sus muslos, metí la punta de mi lengua entre los labios bajos de Etna. Lamí. Me preocupé de que mi bigote y mi barba candado pincharan suavemente su vulva. Qué sucia estaba esta mujer. Pero que hermosos sabores contenía. Reviví el salado del pollo horno de la noche anterior con la frescura húmeda de la ensalada. Sentí los gemidos. Me aparte. Me calcé el profiláctico en el pene. La penetré.
Primero acabó ella. Un poco después, yo. Luego ella me abrazó y me besó en las mejillas. Etna se duchó. Luego yo hice los mismo. Ceci y Andresito se despertaron. Todos alrededor de la mesa del comedor. Los chicos desayunaron (nosotros ya lo habíamos hecho) su chocolatada caliente con el paquete de medialunas que quedaba.
Yo estaba contento y satisfecho. Un pensamiento gracioso me invadió la mente. ¿Cómo era posible que estas criaturas, de este tamaño, salieran de la concha de su madre? Sin dudas las vagina de Etna era elástica. Por su parte, la biología, la física y hasta la historia explican el fenómeno. Observaba a los chicos comer y beber. Ellos me hacían ojitos por sobre los tazones. Tengo un lugar común con mis hijos: la concha de Etna. Un lugar que disfrutamos los tres. Con experiencias distintas, claro.
Por la tarde fui a la librería a trabajar. Fresco de animo como estaba, en el subte, recordé a Sandra. No sabía si la volvería a ver o no. Pero qué importaba. Es cierto que ella me había dicho que estaba enamorada de otra persona (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/la-noche-del-sueno-eterno_16.html ). Pero ahora ese recuerdo era una lágrima de miel. Suponía que nos cruzaríamos. Yo sería feliz con Etna. Sandra se casaría. Pero seriamos amantes. Viviríamos llenos de vida. De un doble juego de afectos.
En la librería apareció un cliente extraño. Un muchacho de cabellos revueltos, dijo que también era librero y, no se a cuento de qué, me contó un suceso por demás increíble (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/08/el-delicado-vello-de-victoria-vanucci.html ). Le dije que, además de vender libros, era periodista y pregunté si podía escribir sobre el asunto. Fue claro: No. Pero me recomendó hablar con alguien. Un escocés, bastante argentino: Jerry Mc Mulligham. No sabía quien era. Pero lo llamé esa misma tarde. Mc Mulligham no podía hacer mucho. Pero me recomendó hablar con un editor. “Quizás te acepte artículos de economía”, dejó caer por la línea telefónica. El resto del día, en el local, me devané el cerebro buscando una idea interesante para escribir y presentar a mis nuevos contactos. La encontré mientras caminaba por la calle peatonal Florida hacia la boca del subte. Etna podría ayudarme, pensé. Esta feliz. Justo cuando sonó el celular. Era un mensaje de Sandra Pasadella. Proponía vernos el domingo por la noche.
Un editor. Una historia que contar. Una esposa de cabello oscuro brillante como el vino. Una amante. Qué más. Faltaba una cosa más: abandonar para siempre esa cucha de perro, el trabajo de años de librería. Respondía afirmativamente al mensaje de Sandra.   
El domingo fue distinto al sábado. Mientras Etna preparaba el desayuno y yo lavaba los platos, ambos en la cocina hasta que se despertaran los chicos, comencé:
 -Esa historia que me contaste anteayer, en la cena, antes de que yo saliera con el cuento de la chica y la madre que querían comprar El capital, ¿te acordás? (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/12/hambre-en-el-banquete.html )
Cerré la canilla y gire hacia ella. Vestía una remera blanca larga hasta los muslos, zoquetes y las pantuflas blancas. Su cabello rojizo, levemente ondeado y de bucles en las puntas caía salvaje sobre su espalda.
-Algo –dijo ella-.
-El caso de la manipulación en los valores de las acciones por parte de Mitland S.A. para hundir a su competidor. Esa sería una historia de la que me gustaría ocuparme. Escribirla y publicarla. Tengo nuevos contactos.  
Giró bruscamente hacia mi. Su rostro estaba blanco. Se destacaban sus pecas y otras imperfecciones del rostro. Las cejas tensas.
-No lo creo conveniente –afirmó-.
Gruñí. Me sentí un tonto.
Etna me abrazó. Luego tomó mi rostro con sus manos. Me dejé besar en los labios.
-Nadie más que yo quiero que salgas de esa librería. Y se lo aguerrido que sos con tus notas y tus trabajos. Pero no –hizo un silencio-. Te arriesgas a meterte en un lío muy grande del que puede ser muy difícil salir.
Bajó la vista.
-Me duele –agregó-. Pero no te puedo ayudar en esto.
Sus ojos rutilaban.

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